sábado, 15 de mayo de 2010

Lección 8: La atmósfera de alabanza / Notas de Elena G. de White.


La atmósfera de alabanza
Sábado 15 de mayo

Cuando la ley de Dios está escrita en el corazón, se manifiesta mediante una vida pura y santa. Los mandamientos de Dios no son letra muerta. Son espíritu y son vida, y someten la imaginación y hasta los pensamientos a la voluntad de Cristo. El corazón en el cual estén escritos será guardado con toda diligencia porque de él mana la vida. Todos los que amen a Jesús y guarden sus mandamientos tratarán de evitar hasta la misma apariencia del mal, no porque estén obligados a hacerlo, sino porque estarán copiando un modelo puro y sentirán aversión por todo lo que no esté de acuerdo con la ley escrita en sus corazones. No manifestarán suficiencia propia, sino que confiarán en Dios, el único que puede librarlos del pecado y la impureza. La atmósfera que los rodee será pura; no contaminarán sus propias almas ni la de los demás. Se complacerán en obrar con justicia, en amar misericordia y en humillarse para andar con Dios (Cada día con Dios, p. 146).


La creación
Domingo 16 de mayo

En la ciencia verdadera no puede haber nada que sea contrario a la Palabra de Dios porque ambas tienen el mismo Autor. Un entendimiento correcto de ambas siempre confirmará que están en armonía la una con la otra. La verdad, bien sea en la naturaleza o en la revelación, está en armonía consigo misma en todas sus manifestaciones. Pero la mente que no está iluminada por el Espíritu de Dios siempre estará en tinieblas con respecto a su poder. Esta es la razón por la cual las ideas humanas acerca de la ciencia muy a menudo contradicen las enseñanzas de la Palabra de Dios.

Nunca podrá la ciencia explicar la obra de la creación. ¿Qué ciencia puede explicar el misterio de la vida?

La teoría de que Dios no creó la materia cuando sacó al mundo a la existencia, no tiene fundamento. Al formar el mundo, Dios no se valió de materia preexistente. Por el contrario, todas las cosas, materiales o espirituales, comparecieron ante el Señor Jehová a la orden de su voz y fueron creadas para el propósito de él. Los cielos y todo su ejército, y todas las cosas que contienen, son no solo la obra de sus manos, sino que llegaron a la existencia por el aliento de su boca (Testimonios para la iglesia, tomo 8, pp. 269, 270).

Puesto que el libro de la naturaleza y el de la revelación llevan el sello de la misma Mente maestra, no pueden sino hablar en armonía. Con diferentes métodos y lenguajes, dan testimonio de las mismas grandes verdades. La ciencia descubre siempre nuevas maravillas, pero en su investigación no obtiene nada que, correctamente comprendido, discrepe con la revelación divina. El libro de la naturaleza y la Palabra escrita se alumbran mutuamente. Nos familiarizan con Dios al enseñarnos algo de las leyes por medio de las cuales él obra.

Sin embargo, algunas deducciones erróneas de fenómenos observados en la naturaleza, han hecho suponer que existe un conflicto entre la ciencia y la revelación y, en los esfuerzos realizados para restaurar la armonía entre ambas, se han adoptado interpretaciones de las Escrituras que minan y destruyen la fuerza de la Palabra de Dios. Se ha creído que la geología contradice la interpretación literal del relato mosaico de la creación. Se pretende que se requirieron millones de años para que la tierra evolucionara a partir del caos, y a fin de acomodar la Biblia a esta supuesta revelación de la ciencia, se supone que los días de la creación han sido vastos e indefinidos períodos que abarcan miles y hasta millones de años.

Semejante conclusión es enteramente innecesaria. El relato bíblico está en armonía consigo mismo y con la enseñanza de la naturaleza. Del primer día empleado en la obra de la creación se dice: "Y fue la tarde y la mañana un día". Lo mismo se dice en sustancia de cada uno de los seis días de la semana de la creación. La Inspiración declara que cada uno de esos períodos ha sido un día compuesto de mañana y tarde, como cualquier otro día transcurrido desde entonces. En cuanto a la obra de la creación, el testimonio divino es como sigue: "Porque él dijo, y fue hecho; él mandó, y existió". ¿Cuánto tiempo necesitaría para sacar la tierra del caos Aquel que podía llamar de ese modo a la existencia a los mundos innumerables? Para dar razón de sus obras, ¿hemos de violentar su Palabra? (La educación, pp. 128, 129).


La necesidad de aire
Lunes 17 de mayo

En la creación del hombre resulta manifiesta la intervención de un Dios personal. Cuando Dios hubo hecho al hombre a su imagen, el cuerpo humano quedó perfecto en su forma y organización, pero estaba aún sin vida. Después, el Dios personal y existente de por sí infundió en aquella forma el soplo de vida, y el hombre vino a ser criatura viva e inteligente. Todas las partes del organismo humano fueron puestas en acción. El corazón, las arterias, las venas, la lengua, las manos, los pies, los sentidos, las facultades del espíritu, todo ello empezó a funcionar, y todo quedó sometido a una ley. El hombre fue hecho alma viviente. Por medio de Cristo el Verbo, el Dios personal creó al hombre, y lo dotó de inteligencia y de facultades (El ministerio de curación, pp. 322, 323).

Los remedios de Dios son los simples agentes de la naturaleza, que no recargarán ni debilitarán el organismo por la fuerza de sus propiedades. El aire puro y el agua, el aseo y la debida alimentación, la pureza en la vida y una firme confianza en Dios, son remedios por cuya falta millares están muriendo; sin embargo, estos remedios están pasando de moda porque su uso hábil requiere trabajo que la gente no aprecia. El aire puro, el ejercicio, el agua pura y un ambiente limpio y amable, están al alcance de todos con poco costo; mientras que las drogas son costosas, tanto en recursos como en el efecto que producen sobre el organismo (Consejos sobre la salud, p. 320).

El mecanismo del cuerpo humano no puede comprenderse plenamente; contiene misterios que dejan perplejo al más inteligente. Si el pulso late y una respiración sigue a la otra, no es como resultado de un mecanismo que una vez puesto en movimiento, sigue funcionando. En Dios vivimos, nos movemos y tenemos nuestro ser. Cada respiración, cada palpitación del corazón constituyen una evidencia continua del poder de un Dios siempre presente (Testimonios para la iglesia, tomo 8, p. 271).

Dios está perpetuamente en acción en la naturaleza. Ella es su sierva; la dirige como él quiere. La naturaleza testifica en su obra la presencia inteligente y la acción activa de un Ser que se mueve en todas sus obras de acuerdo con su voluntad. No es por un poder original inherente en la naturaleza por lo que año tras año la tierra produce abundantemente y el mundo continúa su marcha perenne alrededor del sol. La mano del poder infinito está perpetuamente en acción guiando este planeta. El poder de Dios, que se ejerce momento tras momento, es el que lo mantiene en su rotación. El Dios del cielo está constantemente en acción. Su poder es el que hace que prospere la vegetación, que aparezca cada hoja y abra cada flor. No es por el resultado de un mecanismo, que una vez puesto en acción continúa su obra, por lo que late el pulso y un aliento sigue al otro. En Dios vivimos y nos movemos y somos. Cada aliento, cada latido del corazón es la continua evidencia del poder de un Dios omnipresente (Comentario bíblico adventista, tomo 6, p. 1062).


El aire por sobre nuestras cabezas
Martes 18 de mayo

Cuando se establece un sanatorio en el campo, los enfermos pueden respirar el aire puro del cielo. Al caminar en medio de las flores y los árboles, el gozo y la alegría les llenan el corazón. Es como si Dios les sonriera, al contemplar las maravillosas cosas que Él ha creado para alegrarles el corazón entristecido.

La vida al aire libre es buena para el cuerpo y la mente. Es la medicina de Dios para la restauración de la salud. El aire puro, el agua pura, la luz del sol y los alrededores placenteros son sus medios para restaurar al enfermo a la salud con los métodos naturales.

El hecho de que en el campo se puedan obtener todas estas ventajas es un incentivo poderoso para el establecimiento de un sanatorio allí. En el campo la institución puede estar rodeada de flores y árboles, de huertas y viñedos. El efecto de tal ambiente es como si fuera un elixir de vida (El ministerio médico, p. 307).

La vivienda costosa, el mobiliario primoroso, el boato, el lujo y la holgura no suministran las condiciones indispensables para una vida feliz y provechosa. Jesús vino a esta tierra para realizar la obra más importante que haya sido jamás efectuada entre los hombres. Vino como embajador de Dios para enseñarnos cómo vivir para obtener los mejores resultados de la vida. ¿Cuáles fueron las condiciones escogidas por el Padre infinito para su hijo? Un hogar apartado en los collados de Galilea; una familia mantenida por el trabajo honrado y digno; una vida sencilla; la lucha diaria con las dificultades y penurias; la abnegación, la economía y el servicio paciente y alegre; las horas de estudio junto a su madre, con el rollo abierto de las Escrituras; la tranquilidad de la aurora o del crepúsculo en el verdeante valle; las santas actividades de la naturaleza; el estudio de la creación y la providencia, así como la comunión del alma con Dios: tales fueron las condiciones y las oportunidades que hubo en los primeros años de la vida de Jesús.

Tal fue el caso también para la gran mayoría de los hombres mejores y más nobles de todas las edades. Leed la historia de Abraham, de Jacob y de José, de Moisés, de David y de Eliseo. Estudiad la vida de los hombres que en tiempos posteriores desempeñaron cargos de confianza y responsabilidad, de los hombres cuya influencia fue de las más eficaces para la regeneración del mundo.

¡Cuántos de estos hombres se criaron en humildes hogares del campo! Poco supieron de lujos. No malgastaron su juventud en diversiones. Muchos de ellos tuvieron que luchar con la pobreza y las dificultades. Muy jóvenes aún aprendieron a trabajar, y su vida activa al aire libre dio vigor y elasticidad a todas sus facultades. Obligados a depender de sus propios recursos, aprendieron a luchar con las dificultades y a vencer los obstáculos, con 10 que adquirieron valor y perseverancia. Aprendieron a tener confianza en sí mismos y dominio propio. Apartados en gran medida de las malas compañías, se contentaban con placeres naturales y buenas compañías. Sus gustos eran sencillos, y templados sus hábitos. Se dejaban dirigir por principios, y crecían puros, fuertes y veraces. Al ser llamados a efectuar la obra principal de su vida, pusieron en juego vigor físico y mental, buen ánimo, capacidad para idear y ejecutar planes, firmeza para resistir al mal, y todo esto hizo de ellos verdaderas potencias para el bien en el mundo (El ministerio de curación, pp. 282-284).

Los que combinan el trabajo útil con el estudio no tienen necesidad de hacer gimnasia, especialmente aquellos que trabajan al aire libre, puesto que su trabajo es diez veces más beneficioso para la salud que los que lo hacen a puertas cerradas. Tanto el mecánico como el agricultor hacen ejercicio físico, pero este último es el más saludable. Nada puede suplantar al vigor que la naturaleza proporciona al cuerpo mediante el aire y la luz del sol. Al trabajar la tierra, el agricultor hace todos los movimientos que podría hacer en el gimnasio cerrado, con la ventaja de que el cielo es su techo y el campo abierto es su piso. Allí prepara la tierra con su arado, siembra la simiente y la cuida. Y cuando llega el tiempo de la cosecha, la levanta, la recoge, la junta en gavillas y la almacena. Todos estos movimientos ponen en acción los huesos, los músculos, las coyunturas y los nervios del cuerpo. Estos vigorosos ejercicios le permiten hacer inhalaciones y exhalaciones profundas y completas que expanden los pulmones y purifican la sangre, enviando una corriente de vida a través de las arterias y las venas. Un agricultor que tiene hábitos temperantes, generalmente goza de buena salud, le agrada su trabajo, tiene buen apetito, duerme bien y es feliz (Fundamentals of Christian Education, pp. 73, 74).


Aire malo, aire bueno
Miércoles 19 de mayo

El aire, ese aire que es una preciosa bendición del cielo, y que todos pueden obtener, los bendecirá con su influencia vigorizadora, si no le impiden la entrada. Dénle la bienvenida, cultiven una gran atracción por él, y verán como actúa en calidad de precioso calmante de los nervios. Para que se mantenga puro, el aire debe mantenerse en constante circulación. La influencia del aire puro y fresco es hacer que la sangre circule saludablemente a través del sistema. Refresca el cuerpo y tiende a impartirle fuerza y salud, mientras que al mismo tiempo su influencia se deja sentir marcadamente sobre la mente, impartiéndole cierto grado de calma y serenidad. Excita el apetito, hace más perfecta la digestión del alimento, e induce un sueño profundo y reparador.

Los efectos de vivir en cuartos cerrados y mal ventilados son los siguientes: El sistema se vuelve débil y enfermizo, se deprime la circulación, la sangre se mueve con torpeza a través del sistema, porque no está purificada y vitalizada por el aire puro y vigorizador del cielo. La mente se deprime y se vuelve lóbrega; todo el sistema pierde su tonicidad, y se corre el riesgo de generar fiebres y otras enfermedades agudas. Su cuidadosa exclusión del aire exterior y su temor de la ventilación libre los obligan a ustedes a respirar el aire corrupto y malsano que exhalan los pulmones de quienes ocupan esos cuartos, y que es venenoso, inapropiado para el mantenimiento de la vida. Decae la energía del cuerpo, la piel empalidece, se retarda la digestión y el sistema se vuelve especialmente sensible a la influencia del frío. Una breve exposición produce serias enfermedades (Testimonios para la iglesia, tomo 1, pp. 607, 608).

Los pulmones eliminan continuamente impurezas, y necesitan una provisión constante de aire puro. El aire impuro no proporciona la cantidad necesaria de oxígeno, y entonces la sangre pasa por el cerebro y demás órganos sin haber sido vivificada. De ahí que resulte indispensable una ventilación completa. Vivir en aposentos cerrados y mal ventilados, donde el aire está viciado, debilita el organismo entero, que se vuelve muy sensible al frío y enferma a la menor exposición al aire. La reclusión en las habitaciones es lo que toma pálidas y débiles a muchas mujeres. Respiran y vuelven a respirar el mismo aire viciado, hasta recargarlo de materias tóxicas expelidas por los pulmones y los poros, y las impurezas regresan así a la sangre.

En la construcción de edificios de utilidad pública o en los destinados a viviendas, urge asegurar buena ventilación y mucho sol. Las iglesias y las escuelas muchas veces tienen deficiencias en este respecto. A la falta de ventilación se debe una gran parte de la somnolencia y pesadez que contrarrestan el efecto de muchos sermones y hacen enojosa e ineficaz la tarea del maestro (El ministerio de curación, pp. 207, 208).


La atmósfera del cielo
Jueves 20 de mayo

Debemos guiamos por la teología verdadera y el sentido común. Nuestras almas deben estar rodeadas por la atmósfera del cielo. Los hombres y las mujeres tienen que vigilarse; han de estar constantemente en guardia, no permitiéndose palabra o acto que podría ser causa de que se hablase mal de su conducta. El que profesa seguir a Cristo debe vigilarse, mantenerse puro y sin contaminación en sus pensamientos, palabras y actos. Su influencia sobre los demás debe ser elevadora. Su vida ha de reflejar los brillantes rayos del Sol de Justicia.

Es necesario dedicar mucho tiempo a la oración secreta en íntima comunión con Dios. Únicamente así pueden ganarse las victorias. La eterna vigilancia es el precio de la seguridad (Consejos para los maestros, padres y alumnos, pp. 244, 245).

Pero a fin de que cumplamos el propósito de Dios, debe hacerse una obra preparatoria. El Señor nos ordena que despojemos nuestro corazón del egoísmo, que es la raíz del enajenamiento. El anhela derramar sobre nosotros su Espíritu Santo en abundante medida, y nos ordena que limpiemos el camino mediante nuestra negación del yo. Cuando entreguemos el yo a Dios, nuestros ojos serán abiertos para ver las piedras de tropiezo que nuestra falta de cristianismo ha colocado en el camino ajeno. Dios nos ordena que las eliminemos todas. Dice: "Confesaos vuestras ofensas unos a otros, y orad unos por otros, para que seáis sanados" (Santiago 5:16). Entonces podremos tener la seguridad que tuvo David, cuando después de haber confesado su pecado oró: "Vuélveme el gozo de tu salvación, y espíritu noble me sustente. Entonces enseñaré a los transgresores tus caminos, y los pecadores se convertirán a ti" (Salmo 51:12, 13).

Cuando la gracia de Dios reine en el interior, el alma quedará rodeada de una atmósfera de fe y valor, y de un amor como el de Cristo; esa atmósfera vigorizará la vida espiritual de todos los que la inhalen. Entonces podremos ir al congreso, no solo para recibir, sino para impartir. Todo aquel que participe del amor perdonador de Cristo, todo aquel que haya sido iluminado por el Espíritu de Dios y se haya convertido a la verdad, sentirá que en virtud de esas preciosas bendiciones, tiene una deuda hacia toda alma con la cual llegue a tratar. El Señor utilizará a los que son de corazón humilde para alcanzar a las almas a quienes no pueden llegar los ministros ordenados. Serán inducidos a pronunciar palabras que revelarán la gracia salvadora de Cristo.

Y al beneficiar a otros, serán ellos mismos beneficiados. Dios nos da la oportunidad de impartir gracia, a fin de poder llenamos de nuevo con una mayor medida de ella. La esperanza y la fe se fortalecerán a medida que el agente de Dios utilice los talentos y los medios que Dios le ha proporcionado. Obrará junto a él un instrumento divino (Testimonios para la iglesia, tomo 6, pp. 50, 51).

En la vida de los que participan de la naturaleza divina se manifiesta una crucifixión del altivo espíritu de suficiencia que conduce a la exaltación propia. En su lugar mora el Espíritu de Cristo y aparecen los frutos del Espíritu en la vida. Al tener la actitud de Cristo, sus seguidores revelan las virtudes de su carácter. Nada menos que esto requerirá Dios para aceptar a los seres humanos. Nada menos que esto les dará la pureza y el carácter santo que deben tener los que sean admitidos en el cielo. Tan pronto como alguien se vista de Cristo, una evidencia del cambio producido en él se manifestará en el espíritu, las palabras y los hechos. Una atmósfera celestial envolverá el alma, porque Cristo morará en ella (Cada día con Dios, p. 118).


Para estudiar y meditar
Vienes 21 de mayo

- LAS CRÍTICAS Y LA REGLA DE ORO / El discurso maestro de Jesucristo, pp. 105-127

"No juzguéis, para que no seáis juzgados".

EL ESFUERZO para ganar la salvación por medio de las obras propias induce inevitablemente a los hombres a amontonar las exigencias humanas como barrera contra el pecado. Al ver que no observan la ley, idean normas y reglamentos propios para compelerse a obedecerla. Todo esto desvía la mente desde Dios hacia el yo. El amor a Dios se extingue en el corazón; con él desaparece también el amor hacia el prójimo. Los defensores de tal sistema humano, con sus múltiples reglas, se sentirán impulsados a juzgar a todos los que no logran alcanzar la norma prescrita en él. El ambiente de críticas egoístas y estrechas ahoga las emociones nobles y generosas, y hace de los hombres espías despreciables y jueces ególatras.

A esta clase pertenecían los fariseos. No salían de sus servicios religiosos humillados por la convicción de lo débiles que eran ni agradecidos por los grandes privilegios que Dios les había dado. Salían llenos de orgullo espiritual, para pensar tan sólo en sí mismos, en sus sentimientos, su sabiduría, sus caminos. De lo que ellos habían alcanzado hacían normas por las cuales juzgaban a los demás. Cubriéndose con las togas de su propia dignidad exagerada, subían al tribunal para criticar y condenar.

El pueblo participaba en extenso grado del mismo espíritu, invadía la esfera de la conciencia, y se juzgaban unos a otros en asuntos que tocaban únicamente al alma 106 y a Dios. Refiriéndose a este espíritu y práctica, dijo Jesús: "No juzguéis, para que no seáis juzgados". Quería decir: No os consideréis como normas. No hagáis de vuestras opiniones y vuestros conceptos del deber, de vuestras interpretaciones de las Escrituras, un criterio para los demás, ni los condenéis si no alcanzan a vuestro ideal. No censuréis a los demás; no hagáis suposiciones acerca de sus motivos ni los juzguéis.

"No juzguéis nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor, el cual aclarará también lo oculto de las tinieblas, y manifestará las intenciones de los corazones".* No podemos leer el corazón. Por ser imperfectos, no somos competentes para juzgar a otros.* A causa de sus limitaciones, el hombre sólo puede juzgar por las apariencias. Únicamente a Dios, quien conoce los motivos secretos de los actos y trata a cada uno con amor y compasión, le corresponde decidir el caso de cada alma.

"Eres inexcusable, oh hombre, quien quiera que seas tú que juzgas; pues en lo que juzgas a otro, te condenas a ti mismo; porque tú que juzgas haces lo mismo" .* Los que juzgan o critican a los demás se proclaman culpables; porque hacen las mismas cosas que censuran en otros. Al condenar a los demás, se sentencian a sí mismos, y Dios declara que el dictamen es justo. Acepta el veredicto que ellos mismos se aplican.

"¿Por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano?

La frase "Tú que juzgas haces lo mismo"; no alcanza a describir la magnitud del pecado del que, se atreve a censurar y a condenar a su hermano. Dijo Jesús: "¿Por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo?"

Sus palabras describen al que está pronto para buscar faltas en sus prójimos. Cuando él cree haber descubierto una falla en el carácter o en la vida, se apresura celosamente 107 a señalarla; pero Jesús declara que el rasgo de carácter que se fomenta por aquella obra tan opuesta a su ejemplo resulta, al compararse con la imperfección que se crítica, como, una viga al lado de una paja. La falta de longanimidad y de amor mueve a esa persona a convertir un átomo en un mundo. Los que no han experimentado la contrición de una entrega completa a Dios no manifiestan en la vida el influjo enternecedor del amor de Cristo. Desfiguran el espíritu amable y cortés del Evangelio y hieren las almas preciosas por las cuales murió Cristo. Según la figura empleada por el Salvador, el que se complace en un espíritu de crítica es más culpable que aquel a quien acusa; porque no solamente comete el mismo pecado, sino que le añade engreimiento y murmuración.

Cristo es el único verdadero modelo de carácter, y usurpa su lugar quien se constituye en dechado para los demás. Puesto que el Padre "todo el juicio dio al Hijo" ,* quienquiera que se atreva a juzgar los motivos ajenos usurpa también el derecho del Hijo de Dios. Los que se dan por jueces y críticos se alían con el anticristo, "el cual se opone y se levanta contra todo lo que se llama Dios o es objeto de culto; tanto que se sienta en el templo de Dios como Dios, haciéndose pasar por Dios".

El pecado que conduce a los resultados más desastrosos es el espíritu frío de crítica inexorable, que caracteriza al farisaísmo. Cuando no hay amor en la experiencia religiosa, no está en ella Jesús ni el sol de su presencia. Ninguna actividad diligente, ni el celo desprovisto de Cristo, puede suplir la falta. Puede haber una agudeza maravillosa para descubrir los defectos de los demás; pero a toda persona que manifiesta tal espíritu, Jesús le dice: "¡Hipócrita! saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás bien para sacar la paja del ojo de tu hermano". El culpable del mal es el primero que lo sospecha. Trata de ocultar o disculpar el mal de su propio corazón condenando a otro. Por medio del pecado fue como los hombres llegaron al conocimiento del mal; apenas Adán y Eva incurrieron en pecado, empezaron a recriminarse mutuamente. Esta 108 será la actitud inevitable de la naturaleza humana, siempre que no sea gobernada por la gracia de Cristo.

Cuando los hombres alientan ese espíritu acusador no se contentan con señalarlo que suponen es un defecto de su hermano. Si no logran por medios moderados inducirlo a hacer lo que ellos consideran necesario, recurrirán a la fuerza. En cuanto les sea posible, obligarán a los hombres a conformarse a su concepto de lo justo. Esto es lo que hicieron los judíos en los tiempos de Cristo y lo que ha hecho la iglesia cada vez que se apartó de la gracia de Cristo. Al verse desprovista del poder del amor, buscó el brazo fuerte del estado para imponer sus dogmas y ejecutar sus decretos. En esto estriba el secreto de todas las leyes religiosas que se hayan dictado y de toda persecución, desde los tiempos de Abel hasta nuestros días.

Cristo no obliga a los hombres; los atrae. La única fuerza que emplea es el amor. Siempre que la iglesia procure la ayuda del poder del mundo, es evidente que le falta el poder de Cristo y que no la constriñe el amor divino.

La dificultad radica en los miembros de la iglesia como individuos, y en ellos debe realizarse la curación. Jesús ordena que antes de intentar corregir a los otros, el acusador eche la viga de su propio ojo, renuncie al espíritu de crítica, confiese su propio pecado y lo abandone. "No es buen árbol el que da malos frutos, ni árbol malo el que da buen fruto".* El espíritu acusador que abrigáis es fruto malo; demuestra que el árbol es malo. Es inútil que os establezcáis en vuestra propia justicia. Lo que necesitáis es un cambio de corazón. Debéis pasar por esta experiencia antes de poder corregir a otros; "porque de la abundancia del corazón habla la boca".

Cuando tratemos de aconsejar o amonestar a cualquier alma en cuya experiencia haya sobrevenido una crisis, nuestras palabras tendrán únicamente el peso de la influencia que nos hayan ganado nuestro propio ejemplo y espíritu. Debemos ser buenos antes que podamos obrar el bien. No podemos ejercer una influencia transformadora sobre otros hasta que nuestro propio corazón haya sido 109 humillado, refinado y enternecido por la gracia de Cristo. Cuando se actúe ese cambio en nosotros, nos resultará natural vivir para beneficiar a otros, así como es natural para el rosal producir sus flores fragantes o para la vid sus racimos morados.

Si Cristo es en nosotros "la esperanza de gloria", no nos sentiremos inclinados a observar a los demás para revelar sus errores. En vez de procurar acusarlos y condenarlos, nuestro objeto será ayudarlos, beneficiarlos y salvarlos. Al tratar con los que están en error, observaremos el mandato: "Considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado".* Nos acordaremos de las muchas veces que erramos y de cuán difícil era hallar el camino recto después de haberlo abandonado. No empujaremos a nuestro hermano a una oscuridad más densa, sino que con el corazón lleno de compasión le mostraremos el peligro.

El que mire a menudo la cruz del Calvario, acordándose de que sus pecados llevaron al Salvador allí, no tratará de determinar el grado de culpabilidad en comparación con el de los demás. No se constituirá en juez para acusar a otros. No puede haber espíritu de crítica ni de exaltación en los que andan a la sombra de la cruz del Calvario.

Mientras no nos sintamos en condiciones de sacrificar nuestro orgullo, y aún de dar la vida para salvar a un hermano desviado, no habremos echado la viga de nuestro propio ojo ni estaremos preparados para ayudar a nuestro hermano. Pero cuando lo hayamos hecho, podremos acercarnos a él y conmover su corazón. La censura y el oprobio no rescataron jamás a nadie de una posición errónea; pero ahuyentaron de Cristo a muchos y los indujeron a cerrar sus corazones para no dejarse convencer. Un espíritu bondadoso y un trato benigno y persuasivo pueden salvar a los perdidos y cubrir multitud de pecados. La revelación de Cristo en nuestro propio carácter tendrá un poder transformador sobre aquellos con quienes nos relacionemos.
Permitamos que Cristo se manifieste diariamente en nosotros, y él revelará por medio de nosotros la energía creadora de su palabra, una influencia amable, persuasiva y a la vez 110 poderosa para restaurar en otras almas la perfección del Señor nuestro Dios.

"No deis lo santo a los perros".

Jesús se refiere aquí a una clase de personas que no tiene ningún deseo de escapar de la esclavitud del pecado. Por haberse entregado a lo corrupto y vil, su naturaleza se ha degradado de tal manera que se aferran al mal y no quieren separarse de él. Los siervos de Cristo no deben permitir que los estorben quienes sólo consideran el Evangelio como tema de contención e ironía.
El Salvador jamás pasó por alto a una sola alma, por hundida que estuviera en el pecado, si estaba dispuesta a recibir las verdades preciosas del cielo. Para los publicanos y rameras, sus palabras eran el comienzo de una vida nueva. María Magdalena, de quien él echó siete demonios, fue la última en alejarse de su sepulcro y la primera a quien él saludó en la mañana de la resurrección. Saulo de Tarso, uno de los enemigos acérrimos del Evangelio, fue el que se transformó en Pablo, el ministro consagrado de Cristo. Bajo una apariencia de odio y desprecio, aun de crimen y de degradación, puede ocultarse un alma a la que la misericordia de Cristo rescatará y que relucirá como gema en la corona del Redentor.

"Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá".

Para que no haya motivo de incredulidad, incomprensión o mala interpretación de sus palabras, el Señor repite la promesa tres veces. Anhela que los que buscan a Dios crean que él puede hacer todas las cosas. Por tanto agrega: "Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá". El Señor no especifica otras condiciones fuera de éstas: que sintamos hambre de su misericordia, deseemos su consejo y anhelemos su amor.
"Pedid". El pedir demuestra que sentimos nuestra necesidad; y, si pedimos con fe, recibiremos. El Señor ha comprometido su palabra, y ésta no puede faltar. Si nos 111 presentamos sinceramente contritos, no debemos pensar qué somos presuntuosos al pedir lo que el Señor ha prometido. El Señor nos asegura que cuando pedimos las bendiciones que necesitamos con el fin de perfeccionar un carácter semejante al de Cristo, solicitamos de acuerdo con una promesa que se cumplirá. El que sintamos y sepamos que somos pecadores, es base suficiente para pedir su misericordia y compasión. La condición para que podamos acercamos a Dios no es que seamos santos, sino que deseemos que él nos simple de nuestros pecados y nos purifique de toda iniquidad. La razón que podemos presentar ahora y siempre es nuestra gran necesidad, nuestro estado de extrema impotencia, que hace de él y de su poder redentor una necesidad.

"Buscad". No deseemos su bendición, sino también a él mismo. "Vuelve ahora en amistad con él, y tendrás paz".* Busquemos, y hallaremos. Dios nos busca, y el mismo deseo que sentimos de ir a él no es más que la atracción de su Espíritu. Cedamos a esta atracción. Cristo intercede en favor de los tentados, los errantes y aquellos a quienes falta la fe. Trata de elevarnos a su compañerismo. "Si tú le buscares, lo hallarás".

"Llamad". Nos acercamos a Dios por invitación especial, y él nos espera para damos la bienvenida a su sala de audiencia. Los primeros discípulos que siguieron a Jesús no se satisfacieron con una conversación apresurada en el camino; dijeron: "Rabí. . . ¿dónde moras? . . . Fueron, y vieron dónde moraba, y se quedaron con él aquel día". De la misma manera, también nosotros podemos ser admitidos a la intimidad y comunión más estrecha con Dios. "El que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Omnipotente". Llamen los que desean la bendición de Dios, y esperen a la puerta de la misericordia con firme seguridad, diciendo: Tú, Señor, has dicho que cualquiera que pide, recibe; y el qué busca halla; y al que llama, se abrirá.

Mirando Jesús a los que se habían reunido para escuchar sus palabras, deseó fervorosamente que la muchedumbre 112 apreciarse la misericordia y bondad de Dios. Como ilustración de su necesidad y de la voluntad de Dios, para dar, les presentó el caso de un niño hambriento que pide pan a su padre carnal. "¿Qué hombre hay de vosotros -dijo-, que si su hijo le pide pan, le dará una, piedra?". Apela a la afección tierna y, natural de un padre para con su hijo, y luego dice: "Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos, dará buenas cosas a los que le pidan?" Ningún hombre con corazón de padre abandonaría a su hijo que; tuviera hambre y le pidiese pan. ¿Lo creerían capaz de burlarse de su hijo, de atormentarlo con promesas, para luego defraudar sus esperanzas? ¿Prometería darle alimento bueno y nutritivo, para darle luego una piedra? ¿Nos atreveremos a deshonrar a Dios imaginando que no responderá a las súplicas de sus hijos?

Si vosotros, pues, siendo humanos y malos, "sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?" El Espíritu Santo, su representante, es la mayor de todas sus dádivas. Todas las "buenas dádivas" quedan abarcadas en ésta. El Creador mismo no puede darnos cosa alguna que sea mejor ni mayor. Cuando suplicamos al Señor que se compadezca de nosotros en nuestras aflicciones y que nos guíe mediante su Espíritu Santo, no desoirá nuestra petición. Es posible que aun un padre se aleje de su hijo hambriento, pero Dios no podrá nunca rechazar el clamor del corazón menesteroso y anhelante. ¡Con qué ternura maravillosa describió su amor!. A los que en días de tinieblas sientan que Dios no cuida de ellos, éste es el mensaje del corazón del Padre: "Sión empero ha dicho: ¡Me ha abandonado Jehová, y el Señor se ha olvidado de mí! ¿Se olvidará acaso la mujer de su niño mamante, de modo que no tenga compasión del hijo de sus entrañas? ¡Aun las tales le pueden olvidar; mas no me olvidaré yo de ti! He aquí que sobre las palmas de mis manos te traigo esculpida".

Toda promesa de la Palabra de, Dios viene a ser un motivo para orar, pues su cumplimiento nos es garantizado 113 por la palabra empleada por Jehová. Tenemos el privilegio de pedir por medio de Jesús cualquier bendición espiritual que necesitemos. Podemos decir al Señor exactamente lo que necesitamos, con la sencillez de un niño. Podemos exponerle nuestros asuntos temporales, y suplicarle pan y ropa, así como el pan de vida y el manto de la justicia de Cristo. Nuestro Padre celestial sabe que necesitamos todas estas cosas, y nos invita a pedírselas. En el nombre de Jesús es como se recibe todo favor. Dios honrará ese nombre y suplirá nuestras necesidades con las riquezas de su liberalidad.

No nos olvidemos, sin embargo, que al allegarnos a Dios como a un Padre, reconocemos nuestra relación con él como hijos. No solamente nos fiamos en su bondad, sino que nos sometemos a su voluntad en todas las cosas, sabiendo que su amor no cambia. Nos consagramos para hacer su obra. A quienes había invitado a buscar primero el reino de Dios y su justicia, Jesús les prometió: "Pedid, y recibiréis".

Los dones de Aquel que tiene todo poder en el cielo y en la tierra esperan a los hijos de Dios. Todos los que acudan a Dios como niñitos recibirán y gozarán dádivas preciosísimas pues fueron provistas por el costoso sacrificio de la sangre del Redentor, dones que satisfarán el anhelo más profundo del corazón, regalos permanentes como la eternidad. Aceptemos como dirigidas a nosotros las promesas de Dios. Presentémoslas ante él como sus propias palabras, y recibiremos la plenitud del gozo.

"Así que, todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos".

En la seguridad del amor de Dios hacia nosotros, Jesús ordena en un abarcante principio que incluye todas las relaciones humanas, que nos amemos unos a otros.
Los judíos se preocupaban por lo que habían de recibir; su ansia principal era lo que, creían merecer en cuanto a poder, respeto y servicio. Cristo enseña que nuestro motivo de ansiedad no debe ser ¿cuánto podemos recibir?, sino ¿cuánto podemos dar? La medida de lo que debemos a los 114 demás es lo que estimaríamos que ellos nos deben a nosotros.

En nuestro trato con otros, pongámonos en su lugar. Comprendamos sus sentimientos, sus dificultades, sus chascos, sus gozos y sus pesares. Identifiquémonos con ellos, luego tratémoslos como quisiéramos que nos trataran a nosotros si cambiásemos de lugar con ellos. Esta es la regla de la verdadera honradez. Es otra manera de expresar esta ley: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo".* Es la médula de la enseñanza de los profetas, un principio de] cielo. Se desarrollará en todos los que se preparan para el sagrado compañerismo con él.

La regla de oro es el principio de la cortesía verdadera, cuya ilustración más exacta se ve en la vida y el carácter de Jesús. ¡Oh! ¡qué rayos de amabilidad y belleza se desprendían de la vida diaria de nuestro Salvador ¡Qué dulzura emanaba de su misma presencia! El mismo espíritu se revelará en sus hijos. Aquellos con quienes mora Cristo serán rodeados de una atmósfera divina. Sus blancas vestiduras de pureza difundirán la fragancia del jardín del Señor. Sus rostros reflejarán la luz de su semblante, que iluminará la senda para los pies cansados e inseguros.
Nadie que tenga el ideal verdadero de lo que constituye un carácter perfecto dejará de manifestar la simpatía y la ternura de Cristo. La influencia de la gracia debe ablandar el corazón, refinar y purificar los sentimientos, impartir delicadeza celestial y un sentido de lo correcto.
Todavía hay un significado mucho más profundo en la regla de oro. Todo aquel que haya sido hecho mayordomo de la gracia múltiple de Dios está en la obligación de impartirla a las almas sumidas en la ignorancia y la oscuridad, así como, si él estuviera en su lugar, desearía que se la impartiesen. Dijo el apóstol Pablo: "A griegos y a no griegos, a sabios y a no sabios soy deudor". Por todo lo que hemos conocido del amor de Dios y recibido de los ricos dones de su gracia por encima del alma más entenebrecido y degradada del mundo, estamos en deuda con ella para comunicarle esos dones. 115 Así sucede también con las dádivas y las bendiciones de esta vida: cuanto más poseáis que vuestro prójimos, tanto más sois deudores para con los menos favorecidos. Si tenemos riquezas, o aun las comodidades de la vida, entonces estamos bajo la obligación más solemne de cuidar de los enfermos que sufren, de la viuda y los huérfanos, así como desearíamos que ellos nos cuidaran si nuestra condición y la suya se invirtieran.

Enseña la regla de oro, por implicación la misma verdad que se enseña en otra parte del Sermón del Monte, que, "con la medida con que medís, os será medido". Lo que hacemos a los demás, sea bueno o malo, ciertamente reaccionará sobre nosotros mismos, ya sea en bendición, ya sea en maldición. Todo lo que demos, lo volveremos a recibir. Las bendiciones terrenales que impartimos a los, demás pueden ser recompensadas con algo semejante, como ocurre a menudo. Con frecuencia lo que damos se nos devuelve en tiempo de necesidad, cuadruplicado, en moneda real. Además de esto, todas las dádivas se recompensan, aun en esta vida, con el influjo más pleno del amor de Cristo, que es la suma de toda la gloria y el tesoro del cielo. El mal impartido también vuelve. Todo aquel que haya condenado o desalentado a otros será llevado en su propia experiencia a la senda en que hizo andar a los demás; sentirá lo que sufrieron ellos por la falta de simpatía y ternura que les manifestó.

El amor de Dios para con nosotros es lo que ha decretado esto. El quiere inducirnos a aborrecer nuestra propia dureza de corazón y a abrir nuestros corazones para que Jesús more, en ellos. Así, del mal surge el bien, y lo que parecía maldición llega a ser bendición.

La medida de la regla de oro es la verdadera norma del cristianismo, y todo lo que no llega a su altura es un engaño. Una religión que induce a los hombres a tener en poca estima a los seres humanos, a quienes Cristo consideró de tanto valor que dio su vida por ellos; una religión que nos haga indiferentes a las necesidades, los sufrimientos o los derechos humanos, es una religión espuria. Al despreciar 116 los derechos de los pobres, los dolientes y los pecadores, nos demostramos traidores a Cristo. El cristianismo tiene tan poco poder en el mundo porque los hombres aceptan el nombre de Cristo, pero niegan su carácter en sus vidas. Por estas cosas el nombre del Señor es motivo de blasfemia.

Acerca de la iglesia apostólica perteneciente a la época maravillosa en que la gloria del Cristo resucitado resplandecía sobre ella, leemos que "ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía", "que no había entre ellos ningún necesitado", que "con gran poder los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús, y abundante gracia era sobre todos ellos". Y, además, que "perseverando unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios, y teniendo favor con todo el pueblo. Y el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos".

Podemos buscar por el cielo y por la tierra, y no encontraremos verdad revelada más poderosa que la que se manifiesta en las obras de misericordia hechas en favor de quienes necesiten de nuestra simpatía y ayuda. Tal es la verdad como está en Jesús. Cuando los que profesan el nombre de Cristo practiquen los principios de la regla de oro, acompañará al Evangelio el mismo poder de los tiempos apostólicos.

"Porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida."

En los tiempos de Cristo los habitantes de Palestina vivían en ciudades amuralladas, mayormente situadas en colinas o montañas. Se llegaba a las puertas, que se cerraban a la puesta del sol, por caminos empinados y pedregosos, y el viajero que regresaba a casa al fin del día, con frecuencia necesitaba apresurarse ansiosamente en la subida de la cuesta para llegar a la puerta antes de la caída de la noche. El que se retrasaba quedaba afuera.

El estrecho camino ascendente que conducía al hogar 117 y al descanso, dio a Jesús una conmovedora imagen del camino cristiano. La senda que os he trazado, dijo, es estrecha; la entrada a la puerta es difícil; porque la regla de oro excluye, todo orgullo y egoísmo. Hay, en verdad, un camino más ancho, pero su fin es la destrucción. Si queréis seguir la senda de la vida espiritual, debéis subir continuamente; debéis andar con los pocos, porque la muchedumbre escogerá la senda que desciende.

Por el camino a la muerte puede marchar todo el género humano, con toda su mundanalidad, todo su egoísmos, todo su orgullo, su falta de honradez y su envilecimiento moral. Hay lugar para las opiniones y doctrinas de cada persona; espacio para que sigan sus propias inclinaciones y para hacer todo cuanto exija su egoísmo. Para andar por la senda que conduce a la destrucción, no es necesario buscar el camino, porque la puerta es ancha; y espacioso el camino, y los pies se dirigen naturalmente a la vía que termina en la muerte.

Por el contrario, el sendero que conduce a la vida, el angosto, y estrecha la entrada. Si nos aferramos a algún pecado predilecto, hallaremos la puerta demasiado estrecha. Si deseamos continuar en el camino de Cristo, debemos renunciar a nuestros propios caminos, a nuestra propia voluntad y a nuestros malos hábitos y prácticas. El que quiere servir a Cristo no puede seguir las opiniones ni las normas del mundo. La senda del cielo es demasiado estrecha para que por ella desfilen pomposamente la jerarquía y las riquezas; demasiado angosta para el juego de la ambición egoísta; demasiado empinada y áspera para el ascenso de los amantes del ocio. A Cristo le tocó la labor, la paciencia, la abnegación, el reproche, la pobreza y la oposición de los pecadores. Lo mismo debe tocarnos a nosotros, si alguna vez hemos de entrar en el paraíso de Dios.

No deduzcamos, sin embargo, que el sendero ascendente es difícil y la ruta que desciende es fácil. A todo lo largo del camino que conduce a la muerte hay penas y castigos, hay pesares y chascos, hay advertencias para que no se continúe.118 El amor de Dios es tal que los desatentos y los obstinados no pueden destruirse fácilmente. Es verdad que el sendero de Satanás; parece atractivo, pero es todo engaño; en el camino del mal hay remordimiento amargo y dolorosa congoja. Pensamos tal vez que es agradable seguir el orgullo y la ambición mundana; mas el fin es dolor y remordimiento. Los propósitos egoístas pueden ofrecer promesas halagadoras y una esperanza de gozo; pero veremos que esa felicidad está envenenada y nuestra vida amargada por las expectativas fincadas en el yo. Ante el camino descendente la entrada puede relucir de flores; pero hay espinas en esa vía. La Luz de la esperanza que brilla en su entrada se esfuma en las tinieblas de la desesperación, y el alma que sigue esa senda desciende hasta las sombras de una noche interminable.

"El camino de los transgresores es duro", pero las sendas de la sabiduría son "caminos deleitosos, y todas sus veredas paz". Cada acto de obediencia a Cristo, cada acto de abnegación por él, cada prueba bien soportada, cada victoria lograda sobre la tentación, es un paso adelante en la marcha hacia la gloria de la victoria final. Si aceptamos a Cristo por guía, él nos conducirá en forma segura. El mayor de los pecadores no tiene por qué perder el camino. Ni uno solo de los que temblando lo buscan ha de verse privado de andar en luz pura y santa. Aunque la senda es tan estrecha y tan santa que no puede tolerarse pecado en ella, todos pueden alcanzarla y ninguna alma dudosa y vacilante necesita decir: Dios no se interesa en mí.

Puede ser áspero el camino, y la cuesta empinada; tal vez haya trampas a la derecha y a la izquierda; quizá tengamos que sufrir penosos trabajos en nuestro viaje; puede ser que cuando estemos cansados y anhelemos descanso, tengamos, que seguir avanzando; que cuando nos consuma la debilidad, tengamos que luchar; o que cuando estemos desalentados, debamos esperar aún; pero con Cristo como guía, no dejaremos de llegar al fin al anhelado puerto de reposo. Cristo mismo recorrió la vía áspera antes que nosotros y allanó el camino para nuestros pies.119

A lo largo del áspero camino que conduce a la vida eterna hay también manantiales de gozo para refrescar a los fatigados. Los que andan en las sendas de la sabiduría se regocijan en gran manera, aun en la tribulación; porque Aquel a quien ama su alma marcha invisible a su lado. A cada paso hacia arriba disciernen con más claridad el toque de su mano; vívidos fulgores de la gloria del Invisible alumbran su senda, y sus himnos de loor, entonados en una nota aún más alta, se elevan para unirse con los cánticos de los ángeles delante del trono. "La senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto".

"Esforzaos a entrar por la puerta angosta".

El viajero, atrasado, en su prisa por llegar a la puerta antes de la puesta del sol, no podía desviarse para ceder a ninguna atracción en el camino. Toda su atención se concentraba en el único propósito de entrar por la puerta. La misma intensidad de propósito, dijo Jesús, se requiere en la vida cristiana. Os he abierto la gloria del carácter, que es la gloria verdadera de mi reino. Ella no os brinda ninguna promesa de dominio mundanal; a pesar de eso, es digna de vuestro deseo y esfuerzo supremos. No os llamo para luchar por la supremacía del gran imperio mundial, mas esto no significa que no hay batallas que librar ni victorias que ganar. Os invito a esforzaros y a luchar para entrar en mi reino espiritual.

La vida cristiana es una lucha y una marcha; pero la victoria que hemos de ganar no se obtiene por el poder humano. El terreno del corazón es el campo de conflicto. La batalla que hemos de reñir, la mayor que hayan peleado los hombres, es la rendición del yo a la voluntad de Dios, el sometimiento del corazón a la soberanía del amor. La vieja naturaleza nacida de la sangre y de la voluntad de la carne, no puede heredar el reino de Dios. Es necesario renunciar a las tendencias hereditarias, a las costumbres anteriores.

El que decida entrar en el reino espiritual descubrirá 120 que todos los poderes y las pasiones de una naturaleza sin regenerar, sostenidos por las fuerzas del reino de las tinieblas, se despliegan contra él. El egoísmo y el orgullo resistirán todo lo que revelaría su pecaminosidad. No podemos, por nosotros mismos, vencer los deseos y hábitos malos que luchan por el dominio. No podemos vencer al enemigo poderoso que nos retiene cautivos. Únicamente Dios puede darnos la victoria. El desea que disfrutemos del dominio sobre nosotros mismos, sobre nuestra propia voluntad y costumbres. Pero no puede obrar en nosotros sin nuestro consentimiento y cooperación. El Espíritu divino obra por las facultades y los poderes otorgados a los hombres. Nuestras energías han de cooperar con Dios.

No se gana la victoria sin mucha oración ferviente, sin humillar el yo a cada paso. Nuestra voluntad no ha de verse forzada a cooperar con los agentes divinos; debe someterse de buen grado. Aunque fuera posible que él nos impusiera la influencia del Espíritu de Dios con una intensidad cien veces mayor, eso no nos haría necesariamente cristianos, personas listas para el cielo. No se destruiría el baluarte de Satanás. La voluntad debe colocarse de parte de la voluntad de Dios. Por nosotros mismos no podemos someter a la voluntad de Dios nuestros propósitos, deseos e inclinaciones; pero si estamos dispuestos a someter nuestra voluntad a la suya, Dios cumplirá la tarea por nosotros, aun "refutando argumentos, y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia de Cristo". Entonces nos ocuparemos de nuestra "salvación con temor y temblor, porque Dios" producirá en nosotros "así el querer, como el hacer, por su buena voluntad".

Muchos son atraídos por la belleza de Cristo y la gloria del cielo y, sin embargo, rehúyen las únicas condiciones; por las cuales pueden obtenerlas. Hay muchos en el camino ancho que no están del todo satisfechos con la senda en que andan. Anhelan escapar de la esclavitud del pecado y tratan de resistir sus costumbres pecaminosas con sus propias fuerzas. Miran el camino angosto y la puerta 121 estrecha; pero el placer egoísta, el amor del mundo, el orgullo y la ambición profana alzan una barrera entre ellos y el Salvador. La renuncia a su propia voluntad y a cuanto escogieron como objeto de su afecto o ambición exige un sacrificio ante el cual vacilan, se estremecen y retroceden. Muchos procurarán entrar, y no podrán".* Desean el bien, hacen algún esfuerzo para obtenerlo, pero no lo escogen; no tienen un propósito firme de procurarlo a toda costa.

Nuestra única esperanza, si queremos vencer, radica en unir nuestra voluntad a la de Dios, y trabajar juntamente con él, hora tras hora y día tras día. No podemos retener nuestro espíritu egoísta y entrar en el reino de Dios. Si alcanzamos la santidad, será por el renunciamiento al yo y por la aceptación del sentir de Cristo. El orgullo y el egoísmo deben crucificarse. ¿Estamos dispuestos a pagar lo que se requiere de nosotros? ¿Estamos dispuestos a permitir que nuestra voluntad sea puesta en conformidad perfecta con la de Dios? Mientras no lo estemos, su gracia transformadora no puede manifestarse en nosotros.

La guerra que debemos sostener es "la buena batalla de la fe". Por "lo cual también trabajo -dijo el apóstol Pablo-, luchando según la potencia de él, la cual actúa poderosamente en mí".*
En la crisis suprema de su vida, Jacob se apartó para orar. Lo dominaba un solo propósito: buscar la transformación de su carácter. Pero mientras suplicaba a Dios, un enemigo, según le pareció, puso sobre él su mano, y toda la noche luchó por su vida. Pero ni aun el peligro de perder la vida alteró el propósito de su alma. Cuando estaba casi agotada su fuerza, ejerció el Ángel su poder divino, y a su toque supo Jacob con quién había luchado. Herido e impotente, cayó sobre el pecho del Salvador, rogando que lo bendijera. No pudo ser desviado ni interrumpido en su ruego y Cristo concedió el pedido de esta alma débil y penitente, conforme a su promesa: "¿O forzará alguien mi fortaleza? Haga conmigo paz; sí, haga paz conmigo". Jacob alegó con espíritu determinado: "No 122 te dejaré, si no me bendices". Este espíritu de persistencia fue inspirado por Aquel con quien luchaba el patriarca. Fue él también quien le dio la victoria y cambió su nombre, Jacob, por el de Israel, diciendo: "Porque has luchado con Dios y con los hombres, y has vencido". Por medio de la entrega del yo y la fe imperturbable, Jacob ganó aquello por lo cual había luchado en vano con sus propias fuerzas. "Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe".

"Guardaos de los falsos profetas."

Surgirán por doquiera maestros de falsedades para apartaros del camino angosto y de la puerta estrecha. Guardaos de ellos; aunque estén ocultos en ropajes de ovejas, por dentro son lobos feroces. Da Jesús una prueba por la cual pueden distinguirse los maestros falsos de los verdaderos: "Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos, o higos de los abrojos?"

"No nos dice que los probemos por sus suaves palabras ni su exaltada profesión de fe. Se los ha de juzgar por la Palabra de Dios. "¡A la ley y al testimonio! Si no dijeren conforme a esto, es porque no les ha amanecido". "Cesa, hijo mío, de oír las enseñanzas que te hacen divagar de las razones de sabiduría".* ¿Qué mensaje traen estos maestros? ¿Nos hace venerar y temer a Dios? ¿Nos hace manifestar amor, hacia él mediante la lealtad a sus mandamientos? Si los hombres no sienten la obligación de observar la ley morales si se burlan de los preceptos de Dios; si traspasan aun el más, pequeño de sus mandamientos y así enseñan a los hombres, no tendrán ningún valor a los ojos del cielo. Podemos saber que sus pretensiones carecen de fundamento. Hacen la misma obra que se originó con el príncipe de las tinieblas, el enemigo de Dios.

No todos los que profesan su nombre y llevan su insignia pertenecen a Cristo. Muchos de los que enseñaron en mi nombre, dijo Jesús, al fin serán hallados faltos. "Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les 123 declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad".

Hay personas que creen tener razón cuando están equivocadas. Proclaman que Cristo es su Señor y, profesan hacer grandes cosas en su nombre, pero son obradores de iniquidad. "Hacen halagos con sus bocas y el corazón de ellos anda en pos de su avaricia". El que declara la Palabra de Dios es para ellos "como cantor de amores, hermoso de voz y que canta bien; y oirán tus palabras, pero no las pondrán por obra".

De nada vale profesar simplemente ser discípulo. La fe en Cristo que salva al alma no es la que muchos enseñan. "Creed, creed -dicen-, y no tenéis necesidad de guardar la ley". Pero una creencia que no lleva a la obediencia, es presunción. Dice el apóstol Juan: "El que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso, y la verdad no está en él".* Nadie abrigue la idea de que las providencias especiales o las manifestaciones sobrenaturales han de probar la autenticidad de su obra ni de las ideas que proclama. Cuando los hombres dan poca importancia a la Palabra de Dios y ponen sus impresiones, sus sentimientos y sus prácticas por encima de la norma divina, podemos saber que no tienen la luz.

La obediencia es la prueba del discipulado. La observancia de los mandamientos es lo que prueba la sinceridad del amor que profesamos. Cuando la doctrina que aceptamos destruye el pecado en el corazón, limpia el alma de contaminación y produce frutos de santidad, entonces podemos saber que es la verdad de Dios. Cuando en nuestra vida se manifiesta benevolencia, bondad, ternura y simpatía; cuando el gozo de realizar el bien anida en nuestro corazón; cuando ensalzamos a Cristo, y no al yo, entonces podemos saber que nuestra fe es correcta. "Y en esto sabemos que nosotros le conocemos, si guardamos sus mandamientos".

"Y no cayó, porque estaba fundada sobre la roca".

La gente se había sentido profundamente conmovida 124 por las palabras de Cristo. La belleza divina de los principios de la verdad los atraía, y las amonestaciones solemnes de Cristo llegaban hasta ellos como la voz de Dios que escudriña los corazones. Sus palabras habían herido la raíz de sus ideas y opiniones anteriores; la obediencia a su enseñanza les exigía que cambiasen todos sus hábitos y modos de pensar y obrar. Los pondría en oposición con los maestros de su religión, porque derribaría el edificio entero que durante generaciones habían ido edificando los rabinos. Por eso, aunque sus palabras habían hallado eco en los corazones del pueblo, muy pocos estaban dispuestos a aceptarlas como guía de la vida.

Terminó Jesús su enseñanza en el monte con una ilustración que presenta en forma muy vívida cuán importante es practicar las palabras que había pronunciado. Entre la muchedumbre que se aglomeraba alrededor del Salvador, eran muchos los que se habían pasado la vida cerca del mar de Galilea. Mientras escuchaban las palabras de Cristo, sentados en la ladera, podían ver los valles y los barrancos por los cuales corrían hacia el mar los arroyos de las montañas. A menudo estos arroyos desaparecían completamente en el verano y quedaba solamente un canal seco y polvoriento; pero cuando las tempestades del invierno se desencadenaban sobre las colinas, los ríos se convertían en furiosos y bramadores torrentes, que algunas veces inundaban los valles y arrasaban todas las cosas en su riada irresistible. Entonces era frecuente que fuesen arrasadas las chozas levantadas por los labriegos en la verde llanura, donde no parecían correr peligro. Pero en lo alto de las cuestas había casas edificadas sobre la roca. En algunos sectores del país las viviendas se construían enteramente de piedra, y muchas habían resistido mil años de tempestades. Para edificar estas casas había que trabajar en medio de dificultades. Llegar a ellas no era fácil. Su posición parecía menos atractiva que la verde llanura, pero estaban fundadas sobre la roca; y el viento, la riada y la tempestad las atacaban en vano.

El que recibe las palabras que os he hablado y las convierte 125 en el cimiento de su carácter y su vida, dijo Jesús, es como los que construyen su casa sobre la roca. Siglos antes, el profeta Isaías había escrito: "La palabra del Dios nuestro permanece para siempre", y Pedro, años después de que se pronunciara el Sermón del Monte, al citar estas palabras de Isaías, añadió "Y esta es la palabra que por el Evangelio os ha sido anunciada". La Palabra de Dios es lo único permanente que nuestro mundo conoce. Es el cimiento seguro. "El cielo y la tierra pasarán -dijo Jesús-, pero mis palabras no pasarán".

Los grandes principios de la ley, que participan de la misma naturaleza de Dios, están entretejidos en las palabras que Cristo pronunció sobre el monte. Quienquiera que edifique sobre esos principios edifica sobre Cristo, la Roca de la eternidad. Al recibir la Palabra, recibimos a Cristo, y únicamente los que reciben así sus palabras edifican sobre él. "Porque nadie puede poner otro fundamento, que el que está puesto, el cual es Jesucristo". "No hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos".* Cristo, el Verbo, revelación de Dios y manifestación de su carácter, su ley, su amor y su vida, es el único fundamento sobre el cual podemos edificar un carácter que permanecerá.

Edificamos en Cristo por la obediencia a su palabra. No es justo quien sólo se complace en la justicia, sino quien la ejecuta. La santidad no es arrobamiento; es el resultado de entregarlo todo a Dios; es hacer la voluntad de nuestro Padre celestial. Cuando los hijos de Israel acampaban en los límites de la tierra prometida, no bastaba que tuvieran conocimiento de Canaán ni que entonaran los himnos de Canaán. Esto solo no les daría posesión de los viñedos y olivares de la buena tierra. Tan sólo, podían hacerla suya en verdad ocupándola, cumpliendo las condiciones, ejerciendo una fe viva en Dios, y aplicando las promesas a sí mismos mientras obedecen sus instrucciones.

La religión consiste en cumplir las palabras de Cristo; no en obrar para merecer el favor de Dios, sino porque, sin merecerlo, hemos recibido la dádiva de su amor. Cristo no 126 basa la salvación de los hombres sobre lo que profesan solamente, sino sobre la fe que se manifiesta en las obras de justicia. Se espera acción, no meramente palabras, de los seguidores de Cristo. Por medio de la acción es como se edifica el carácter. "Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios".* Los hijos de Dios no son aquellos cuyos corazones conmueve el Espíritu, ni los que de vez en cuando se entregan a su poder, sino los que son guiados por el Espíritu.
¿Deseamos llegar a ser discípulos de Cristo, pero no sabemos cómo principiar? ¿Estamos en la oscuridad y no sabemos cómo hallar la luz? Sigamos la luz que poseemos. Dispongamos nuestro corazón para obedecer lo que sabemos de la Palabra de Dios, en la cual reside su poder, su misma vida. A medida que recibamos la Palabra con fe, ella nos dará poder para obedecer. Si prestamos atención a la luz que tenemos, recibiremos más luz. Edificaremos sobre la Palabra de Dios y nuestro carácter se formará a semejanza del carácter de Cristo.

Cristo, el verdadero fundamento, es una piedra viva, su vida se imparte a todos los que son edificados sobre él. "Vosotros también como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual". Y "todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor".* Las piedras se unifican con el fundamento, porque en todo mora una vida común, y ninguna tempestad puede destruir ese edificio.

Todo edificio construido sobre otro fundamento que no sea la Palabra de Dios, caerá. Aquel que, a semejanza de los judíos del tiempo de Cristo, edifica sobre el fundamento de ideas y opiniones humanas, de formalidades y ceremonias inventadas por los hombres o sobre cualesquiera obras que se puedan hacer independientemente de la gracia de Cristo, erige la estructura de su carácter sobre arena movediza. Las tempestades violentas de la tentación barrerán el cimiento de arena y dejarán su casa reducida a escombros sobre las orillas del tiempo. "Por tanto, Jehová el Señor dice así. . . : Ajustaré el 127 juicio a cordel, y a nivel la justicia; y granizo barrerá el refugio de la mentira, y aguas arrollarán el escondrijo".

Hoy todavía la misericordia invita al pecador. "Vivo yo, dice Jehová el Señor, que no quiero la muerte del impío, sino que se vuelva el impío de su camino, y que viva. Volveos, volveos de vuestros malos caminos; ¿por qué moriréis?" La voz que habla a los impenitentes es la voz de Aquel que exclamó, con el corazón lleno de angustia, cuando miró la ciudad objeto de su amor: "¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste! e aquí, vuestra casa os es dejada desierta". En Jerusalén vio Jesús un símbolo del mundo que había rechazado y despreciado su gracia. ¡Lloraba, oh corazón endurecido, por ti! Aún mientras Jesús vertía lágrimas sobre el monte, Jerusalén habría podido arrepentirse y escapar a su condenación. Por corto tiempo el Don de los cielos siguió aguardando su aceptación. Así también, oh corazón, Cristo te habla aún con acentos de amor: "He aquí, yo estoy a la puerta y llamo: si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo". "He aquí ahora el tiempo aceptable; he aquí ahora el día de salvación".

Los que cifran sus esperanzas en sí mismos están edificando sobre la arena. Aún no es demasiado tarde para escapar de la ruina inminente. Huyamos en procura de fundamento seguro antes que se desate la tempestad. tanto, Jehová el Señor dice así: He aquí que yo he puesto en Sion por fundamento una piedra, piedra probada, angular, preciosa, de cimiento estable; el que creyere, no se apresure". "Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra, porque yo soy Dios, y no hay más". "No temas, porque yo estoy contigo; no desmayes, porque yo soy tu Dios que te esfuerzo; siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con la diestra de mi justicia". "No os avergonzaréis ni os afrentaréis, por todos los siglos".


- EL CAMINO A CRISTO / El camino a Cristo, pp. 66-75
CAPÍTULO 8 El Secreto del Crecimiento


EN LA Biblia se llama nacimiento al cambio de corazón por el cual somos hechos hijos de Dios. También se lo compara con la germinación de la buena semilla sembrada por el labrador. De igual modo los que están recién convertidos a Cristo, son como "niños recién nacidos", "creciendo" (1 S. Pedro 2: 2; Efesios 4: 15). a la estatura de hombres en Cristo Jesús. Como la buena simiente en el campo, tienen que crecer y dar fruto. Isaías dice que serán "llamados árboles de justicia, plantados por Jehová mismo, para que él sea glorificado" (Isaías 61: 3). Del mundo natural se sacan así ilustraciones para ayudarnos a entender mejor las verdades misteriosas de la vida espiritual.

Toda la sabiduría e inteligencia de los hombres no puede dar vida al objeto más pequeño de la naturaleza. Solamente por la vida que Dios mismo les ha dado pueden vivir las plantas y los animales. Asimismo es solamente mediante la vida de Dios como se engendra la vida espiritual en el corazón de los hombres. Si el hombre no "naciere de nuevo" (S. Juan 3: 3) no puede ser hecho participante de la vida que Cristo vino a dar.

Lo que sucede con la vida, sucede con el crecimiento. Dios es el que hace florecer el 67 capullo y fructificar las flores. Su poder es el que hace a la simiente desarrollar "primero hierba, luego espiga, luego grano lleno en la espiga" (S. Marcos 4: 28). El profeta Oseas dice que Israel "echará flores como el lirio". "Serán revivificados como el trigo, y florecerán como la vid" (Oseas 14: 5, 7). Y Jesús nos dice: "¡Considerad los lirios, cómo crecen!" (S. Lucas 12: 27). Las plantas y las flores crecen no por su propio cuidado o solicitud o esfuerzo, sino porque reciben lo que Dios ha proporcionado para que les dé vida. El niño no puede por su solicitud o poder propio añadir algo a su estatura. Ni vosotros podréis por vuestra solicitud o esfuerzo conseguir el crecimiento espiritual. La planta y el niño crecen al recibir de la atmósfera que los rodea aquello que les da vida: el aire, el sol y el alimento. Lo que estos dones de la naturaleza son para los animales y las plantas, es Cristo para los que confían en él. El es su "luz eterna", "escudo y sol" (Isaías 60: 19; Salmo 84: 11). Será como el "rocío a Israel". "Descenderá como la lluvia sobre el césped cortado" (Oseas 14: 5; Salmo 72: 6) El es el agua viva, "el pan de Dios . . . que descendió del cielo, y da vida al mundo" (S. Juan 6: 33).

En el don incomparable de su Hijo, ha rodeado Dios al mundo entero en una atmósfera de gracia tan real como el aire que circula en derredor del globo. Todos los que quisieren respirar esta atmósfera vivificante vivirán y crecerán hasta la estatura de hombres y mujeres en Cristo Jesús. 68 Como la flor se torna hacia el sol, a fin de que los brillantes rayos la ayuden a perfeccionar su belleza y simetría, así debemos tornarnos hacia el Sol de Justicia, a fin de que la luz celestial brille sobre nosotros, para que nuestro carácter se transforme a la imagen de Cristo.

Jesús enseña la misma cosa cuando dice: "¡Permaneced en mí, y yo en vosotros! Como no puede el sarmiento llevar fruto de sí mismo, si no permaneciera en la vid, así tampoco vosotros, si no permaneciereis en mí.... Porque separados de mí nada podéis hacer' (S. Juan 15: 4, 5). Así también vosotros necesitáis del auxilio de Cristo, para poder vivir una vida santa, como la rama depende del tronco principal para su crecimiento y fructificación. Fuera de él no tenéis vida. No hay poder en vosotros para resistir la tentación o para crecer en la gracia o en la santidad. Morando en él podéis florecer. Recibiendo vuestra vida de él, no os marchitaréis ni seréis estériles. Seréis como el árbol plantado junto a arroyos de aguas.

Muchos tienen la idea de que deben hacer alguna parte de la obra solos. Ya han confiado en Cristo para el perdón de sus pecados, pero ahora procuran vivir rectamente por sus propios esfuerzos. Mas tales esfuerzos se desvanecerán. Jesús dice: "Porque separados de mí nada podéis hacer". Nuestro crecimiento en la gracia, nuestro gozo, nuestra utilidad, todo depende de nuestra unión con Cristo. solamente estando en comunión con él diariamente, a cada hora permaneciendo en él, es como hemos de crecer en la gracia. El no es solamente el 69 autor sino también el consumador de nuestra fe. Cristo es el principio, el fin, la totalidad. Estará con nosotros no solamente al principio y al fin de nuestra carrera, sino en cada paso del camino. David dice: "A Jehová he puesto siempre delante de mí; porque estando él a mi diestra, no resbalaré" (Salmo 16: 8).

Preguntaréis, tal vez: "¿Cómo permaneceremos en Cristo? " Del mismo modo en que lo recibisteis al principio. "De la manera, pues que recibisteis a Cristo Jesús el Señor, así andad en él". "El justo... vivirá por la fe' (Colosenses 2: 6; Hebreos 10: 38). Habéis profesado daros a Dios, con el fin de ser enteramente suyos, para servirle y obedecerle, y habéis aceptado a Cristo como vuestro Salvador. No podéis por vosotros mismos expiar vuestros pecados o cambiar vuestro corazón; mas habiéndoos entregado a Dios, creísteis que por causa de Cristo él hizo todo esto por vosotros. Por la fe llegasteis a ser de Cristo, y por la fe tenéis que crecer en él dando y tomando a la vez. Tenéis que darle todo: el corazón, la voluntad, la vida, daros a él para obedecer todos sus requerimientos; y debéis tomar todo: a Cristo, la plenitud de toda bendición, para que habite en vuestro corazón y para que sea vuestra fuerza, vuestra justicia, vuestra eterna ayuda, a fin de que os dé poder para obedecerle.

Conságrate a Dios todas las mañanas; haz de esto tu primer trabajo. Sea tu oración: "Tómame ¡oh Señor! como enteramente tuyo. Pongo todos mis planes a tus pies. Úsame hoy en tu servicio. Mora conmigo y sea toda mi 70 obra hecha en ti". Este es un asunto diario. Cada mañana conságrate a Dios por ese día. Somete todos tus planes a él, para ponerlos en práctica o abandonarlos según te lo indicare su providencia. Sea puesta así tu vida en las manos de Dios y será cada vez mas semejante a la de Cristo.

La vida en Cristo es una vida de reposo. Puede no haber éxtasis de la sensibilidad, pero debe haber una confianza continua y apacible. Vuestra esperanza no está en vosotros; está en Cristo. Vuestra debilidad está unida a su fuerza, vuestra ignorancia a su sabiduría, vuestra fragilidad a su eterno poder. Así que no debéis miraros a vosotros, ni depender de vosotros, mas mirad a Cristo. Pensad en su amor, en su belleza y en la perfección de su carácter. Cristo en su abnegación, Cristo en su humillación, Cristo en su pureza y santidad, Cristo en su incomparable amor: esto es lo que debe contemplar el alma. Amándole, imitándole, dependiendo enteramente de él, es como seréis transformados a su semejanza.

Jesús dice: "Permaneced en mí" Estas palabras dan idea de descanso, estabilidad, confianza. También nos invita: "¡Venid a mí ... y os daré descanso!" (S. Mateo 11: 28). Las palabras del salmista expresan el mismo pensamiento: "Confía calladamente en Jehová, y espérale con paciencia". E Isaías asegura que "en quietud y confianza será vuestra fortaleza" (Salmo 37: 7; Isaías 30: 15). Este descanso no se funda en la inactividad: porque en la invitación del Salvador la promesa de descanso está unida con el llamamiento al trabajo: 71 "Tomad mi yugo sobre vosotros, y . . hallaréis descanso". (S. Mateo 11 : 29) El corazón que más plenamente descansa en Cristo es el mas ardiente y activo en el trabajo para él.

Cuando el hombre dedica muchos pensamientos a sí mismo, se aleja de Cristo: manantial de fortaleza y vida. Por esto Satanás se esfuerza constantemente por mantener la atención apartada del Salvador e impedir así la unión y comunión del alma con Cristo. Los placeres del mundo, los cuidados de la vida Y sus perplejidades y tristezas, las faltas de otros o vuestras propias faltas e imperfecciones: hacia alguna de estas cosas, o hacia todas ellas, procura desviar la mente. No seáis engañados por sus maquinaciones. A muchos que son realmente concienzudos y que desean vivir para Dios, los hace también detenerse a menudo en sus faltas y debilidades, y al separarlos así de Cristo, espera obtener la victoria. No debemos hacer de nuestro yo el centro de nuestros pensamientos, ni alimentar ansiedad ni temor acerca de si seremos salvos o no. Todo esto es lo que desvía el alma de la Fuente de nuestra fortaleza. Encomendad vuestra alma al cuidado de Dios y confiad en él. Hablad de Jesús y pensad en él. Piérdase en él vuestra personalidad. Desterrad toda duda; disipad vuestros temores. Decid con el apóstol Pablo: "Vivo; mas no ya yo, sino que Cristo vive en mí: y aquella vida que ahora vivo en la carne, la vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó, y se dio a sí mismo por mí' (Gálatas 2: 20). Reposad en Dios. El puede guardar lo que le habéis confiado. Si os 72 ponéis en sus manos, él os hará más que vencedores por Aquel que nos amó.

Cuando Cristo se humanó, se unió a sí mismo a la humanidad con un lazo de amor que jamás romperá poder alguno, salvo la elección del hombre mismo. Satanás constantemente nos presenta engaños para inducirnos a romper este lazo: elegir separarnos de Cristo. Sobre esto necesitamos velar, luchar, orar, para que ninguna cosa pueda inducirnos a elegir otro maestro; pues estamos siempre libres para hacer esto. Mas tengamos los ojos fijos en Cristo, y él nos preservará. Confiando en Jesús estamos seguros. Nada puede arrebatarnos de su mano. Mirándolo constantemente, "somos transformados en la misma semejanza, de gloria en gloria, así como por el Espíritu del Señor' (2 Corintios 3: 18.)

Así fue como los primeros discípulos se hicieron semejantes a nuestro Salvador. Cuando ellos oyeron las palabras de Jesús, sintieron su necesidad de él. Lo buscaron, lo encontraron, lo siguieron. Estaban con él en la casa, a la mesa, en su retiro, en el campo. Estaban con él como discípulos con un maestro, recibiendo diariamente de sus labios lecciones de santa verdad. Lo miraban como los siervos a su señor, para aprender sus deberes. Aquellos discípulos eran hombres sujetos "a las mismas debilidades que nosotros" (Santiago 5: 17). Tenían la misma batalla con el pecado. Necesitaban la misma gracia, a fin de poder vivir una vida santa.
Aun Juan, el discípulo amado, el que más plenamente llegó a reflejar la imagen del 73 salvador, no poseía naturalmente esa belleza de carácter. No solamente hacía valer sus derechos y ambicionaba honores, sino que era impetuoso y se resentía bajo las injurias. Mas cuando se le manifestó el carácter de Cristo, vio sus defectos y el conocimiento de ellos lo humilló. La fortaleza y la paciencia, el poder y la ternura, la majestad y la mansedumbre que él vio en la vida diaria del Hijo de Dios, llenaron su alma de admiración y amor. De día en día era su corazón atraído hacia Cristo, hasta que se olvidó de sí mismo por amor a su Maestro. Su genio, resentido y ambicioso, cedió al poder transformador de Cristo. La influencia regeneradora del Espíritu Santo renovó su corazón. El poder del amor de Cristo transformó su carácter. Este es el resultado seguro de la unión con Jesús. Cuando Cristo habita en el corazón, la naturaleza entera se transforma. El Espíritu de Cristo y su amor, ablandan el corazón, someten el alma y elevan los pensamientos y deseos a Dios y al cielo.

Cuando Cristo ascendió a los cielos, la sensación de su presencia permaneció aún con los que le seguían. Era una presencia personal, llena de amor y luz. Jesús, el Salvador, que había andado y conversado y orado con ellos, que había hablado a sus corazones palabras de esperanza y consuelo, fue arrebatado de ellos al cielo mientras les comunicaba aún un mensaje de paz, y los acentos de su voz: "He aquí yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (S. Mateo 28: 20), llegaban todavía a ellos, cuando una nube de ángeles lo recibió. 74 Había ascendido al cielo en forma humana. Sabían que estaba delante del trono de Dios, como Amigo y Salvador suyo todavía; que sus simpatías no habían cambiado; que estaba aún identificado con la doliente humanidad. Estaba presentando delante de Dios los méritos de su propia sangre, estaba mostrándole sus manos y sus pies traspasados, como memoria del precio que había pagado por sus redimidos. Sabían que él había ascendido al cielo para prepararles lugar y que vendría otra vez para llevarlos consigo.

Al congregarse después de su ascensión, estaban ansiosos de presentar sus peticiones al Padre en el nombre de Jesús. Con solemne temor se postraron en oración, repitiendo la promesa: "Todo cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, él os lo dará. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre: pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea completo" (S. Juan 16: 23, 24). Extendieron más y más la mano de la fe presentando aquel poderoso argumento: "¡Cristo Jesús es el que murió; más aún, el que fue levantado de entre los muertos; el que está a la diestra de Dios; el que también intercede por nosotros!" (Romanos 8: 34) Y en el día de Pentecostés vino a ellos la presencia del Consolador, del cual Cristo había dicho: "Estará en vosotros". Y les había dicho más: "Os conviene que yo vaya; porque si no me fuere, el Consolador no vendrá a vosotros; mas si me fuere, os le enviaré" (S. Juan 14: 17 ; 16: 7). Y desde aquel día Cristo había de morar continuamente por el Espíritu en el corazón 75 de sus hijos. Su unión con ellos era más estrecha que cuando él estaba personalmente con ellos. La luz, el amor y el poder de la presencia de Cristo resplandecían en ellos, de tal manera que los hombres, mirándolos, "se maravillaban; y al fin los reconocían, que eran de los que habían estado con Jesús" (Hechos 4: 13).

Todo lo que Cristo fue para sus primeros discípulos, desea serlo para sus hijos hoy; porque en su última oración, realizada con el pequeño grupo de discípulos que reunió a su alrededor, dijo: "No ruego solamente por éstos, sino por aquellos también que han de creer en mí por medio de la palabra de ellos" (S. Juan 17: 20).

Jesús oró por nosotros y pidió que fuésemos uno con él, así como él es uno con el Padre. ¡Qué unión tan preciosa! El Salvador había dicho de sí mismo: "No puede el Hijo hacer nada de sí mismo", "el Padre, morando en mí, hace sus obras" (S. Juan 5: 19; 14: 10). De modo que si Cristo está en nuestro corazón, obrará en nosotros "así el querer como el obrar a causa de su buena voluntad" (Filipenses 2:13). Trabajaremos como trabajó él; manifestaremos el mismo espíritu. Y amándole y morando en él así, creceremos "en todos respectos en el que es la Cabeza, es decir, en Cristo" (Efesios 4: 15). 76


- Una vida más amplia / El ministerio de curación, pp. 109-112.

Nada despierta el celo abnegado ni ensancha y fortalece el carácter tanto como el trabajar en beneficio del prójimo. Muchos de los que profesan ser cristianos piensan sólo en sí mismos al buscar relaciones en la iglesia. Quieren gozar de la comunión de la iglesia y de los cuidados del pastor. Se hacen miembros de iglesias grandes y prósperas y se contentan con 110 hacer muy poco por los demás. Así se privan de las bendiciones más preciosas. Muchos obtendrían gran provecho si sacrificaran las agradables relaciones sociales que los incitan al ocio y a buscar la comodidad. Necesitan ir adonde la obra cristiana requiera sus energías y puedan aprender a llevar responsabilidades.

Los árboles que crecen muy juntos no se desarrollan sanos y robustos. El jardinero los transplanta para darles espacio en que medrar. Algo semejante sería de provecho para muchos miembros de las iglesias grandes. Necesitan estar donde se les solicite que dediquen sus energías a un activo esfuerzo por la causa de Cristo. Están en vías de perder su vida espiritual y de volverse inútiles pigmeos por no hacer obra abnegada en pro de los demás. Transplantados a algún campo misionero, crecerían fuertes y vigorosos.

Pero nadie ha de esperar a que le llamen a algún campo distante para comenzar a ayudar a otros. En todas partes hay oportunidades de servir. Alrededor nuestro hay quienes necesitan nuestra ayuda. La viuda, el huérfano, el enfermo y el moribundo, el de corazón quebrantado, el desalentado, el ignorante, y el desechado de la sociedad, todos están a nuestro alcance.

Hemos de considerar nuestro deber especial el de trabajar por nuestros convecinos. Examinad cómo podéis ayudar mejor a los que no se interesan por las cosas religiosas. Al visitar a vuestros amigos y vecinos, manifestad interés por su bienestar espiritual y temporal. Habladles de Cristo, el Salvador que perdona los pecados. Invitad a vuestros vecinos a vuestra casa y leedles trozos de la preciosa Biblia y de libros que expliquen sus verdades. Convidadlos a que se unan con vosotros en canto y oración. En estas pequeñas reuniones, Cristo mismo estará presente, tal como lo prometió, y su gracia tocará los corazones.

Los miembros de la iglesia deberían educarse para esta obra que es tan esencial como la de salvar las almas entenebrecidas que viven en países lejanos. Si algunos sienten responsabilidad para con esas almas lejanas, los muchos que quedan en su propio país han de sentir esa misma preocupación por las almas que los rodean y trabajar con el mismo celo para salvarlas.
Muchos lamentan llevar una vida de horizontes limitados; pero pueden ensancharla y hacerla influyente si quieren. Los que aman a Jesús de corazón, mente y alma, y a su prójimo como a sí mismos, tienen ancho campo en que emplear su capacidad e influencia.




Guía de Estudio de la Biblia: "SALUD y SANIDAD" / Notas de Elena G. de White.
Periodo: Trimestre 2 / abril-junio de 2010

Autor: Alian Handysides, Kathleen Kuntaraf, Peter Landless, Stoy Proctor y Thomas Zirkle (Departamento de Salud y Temperancia de la Asociación General).
Colaboradores: Cheryl Des Jarlais, Dan Solís, John C. Cress, Elizabeth Lechleitner.
Dirección general: Clifford Goldstein
Dirección editorial: Carlos A. Steger
Traducción: Rolando A. Itin

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