sábado, 14 de febrero de 2009

Lección 8: La autoridad de los profetas / Notas de Elena de White

Sábado 14


Hubo ocasiones cuando Cristo habló con una autoridad que hacía que sus palabras penetraran con fuerza irresistible, con un sentimiento abrumador de la grandeza del que hablaba, y los instrumentos humanos se redujeron a la nada en comparación con Aquel que estaba ante ellos. Fueron profundamente conmovidos; quedaron convencidos de que estaba repitiendo la orden proveniente de la gloria más excelsa. Mientras él invitaba al mundo para que escuchara, quedaron maravillados y extasiados, y la convicción llegó a su mente. Cada palabra se abrió lugar, y los oyentes creyeron y recibieron palabras que no pudieron resistir. Cada palabra que Cristo pronunció les pareció a los oyentes como la vida de Dios. Estaba demostrando que era la luz del mundo y la autoridad de la iglesia, que demandaba tener preeminencia sobre todos ellos (Comentario bíblico adventista, 1. 5, p. 1060).

Los fariseos estaban enteramente perplejos y desconcertados. Uno a quien no podían intimidar ejercía el mando. Jesús había señalado su posición como guardián del templo. Nunca antes había asumido esa clase de autoridad. Nunca antes habían tenido sus palabras y obras tan gran poder. Él había efectuado obras maravillosas en toda Jerusalén, pero nunca antes de una manera tan solemne e impresionante. En presencia del pueblo que había sido testigo de sus obras maravillosas, los sacerdotes y gobernantes no se atrevieron a manifestarle abierta hostilidad. Aunque airados y confundidos por su respuesta, fueron incapaces de realizar cualquier cosa adicional ese día (El Deseado de todas las gentes, p. 543).

El Profeta como Vocero de Dios.
Domingo 15

Pero el siervo de Dios [Moisés] todavía estaba anonadado por la obra extraña y maravillosa que se le pedía que hiciera. Acongojado y temeroso, alegó como excusa su falta de elocuencia. Dijo: "¡Ay Señor! yo no soy hombre de palabras de ayer ni de anteayer, ni aun desde que tú hablas a tu siervo; porque soy tardo en el habla y torpe de lengua". Había estado tanto tiempo alejado de los egipcios que ya no tenía un conocimiento claro de su idioma ni lo usaba con soltura como cuando estaba entre ellos.

El Señor le dijo: "¿Quién dio la boca al hombre? ¿No soy yo Jehová?" Y se le volvió a asegurar la ayuda divina: "Ahora pues, vé, que yo seré en tu boca, y te enseñaré lo que hayas de hablar".

Pero Moisés insistió en que se escogiera a una persona más competente. Estas excusas procedían al principio de su humildad y timidez; pero una vez que el Señor le hubo prometido quitar todos las dificultades y darle éxito, toda evasiva o queja referente a su mala preparación demostraba falta de confianza en Dios. Entrañaba el temor de que Dios no tuviera capacidad para prepararlo para la gran obra a la cual le había llamado, o que había cometido un error en la selección del hombre.

Dios le indicó a Moisés que se uniese a su hermano mayor, Aarón, quien, debido a que había estado usando diariamente la lengua egipcia, podía hablarla perfectamente. Se le dijo que Aarón vendría a su encuentro. Las siguientes palabras del Señor fueron una orden perentoria: "Tú hablarás a él, y pondrás en su boca las palabras, y yo seré en tu boca y en la suya, y os enseñaré lo que hayáis de hacer. Y él hablará por ti al pueblo; y él te será a ti en lugar de boca, y tú serás para él en lugar de Dios. Y tomarás esta vara en tu mano, con la cual harás las señales". Moisés no pudo oponerse más; pues todo fundamento para las excusas había desaparecido (Patriarcas y profetas, pp. 259, 260).

[Testimonio personal de Elena G. de White] No podía reconciliarme con la idea de ir hacia la gente, y temía hacer frente a sus bullas y oposición. Tenía poca confianza en mí misma. Hasta entonces, cuando el Espíritu de Dios me había urgido a cumplir con mi deber, me había elevado por encima de mí misma, olvidando todo temor y timidez, y alentada por el pensamiento del amor de Jesús y de la obra admirable que había efectuado por mí. La seguridad constante de que estaba cumpliendo mi deber y obedeciendo la voluntad de Señor me daba una confianza que me sorprendía. En tales ocasiones me sentía dispuesta a hacer o sufrir cualquier cosa a fin de ayudar a otros a recibir la luz y la paz de Jesús.

Pero me parecía imposible llevar a cabo esta obra que se me había presentado; intentar hacerlo me parecía correr a un fracaso seguro. Las pruebas relacionadas con ella me parecían más de lo que yo podía soportar. ¿Cómo podría yo, una niña, ir de lugar en lugar para desplegar ante la gente las santas verdades de Dios? Ese pensamiento me llenaba de temor (Testimonios para la iglesia, 1. 1, pp. 64, 65).

La Autoridad de La Palabra Encarnada.
Lunes 16

La enseñanza de Cristo era la sencillez personificada. Enseñaba como quien tiene autoridad. Los judíos esperaban y pretendían que la primera venida de Cristo se produjera con todas las manifestaciones de gloria que habían de acompañar su segunda venida. El gran Maestro proclamaba la verdad a la humanidad, y muchos de sus oyentes podían no ser educados en las escuelas de los rabinos ni en la filosofía griega. Cristo pronunciaba la verdad de una manera sencilla y directa, dando fuerza vital a cada una de sus declaraciones y haciéndolas impresionantes. Si él hubiera levantado su voz en un tono forzado, como habitualmente ocurre con muchos predicadores en estos días, el carácter conmovedor y la melodía de la voz humana se hubieran perdido, y mucha de la fuerza de la verdad se hubiera destruido (El evangelismo, pp. 45, 46).

Cristo reconoció abiertamente su derecho a la autoridad y a recibir lealtad. "Vosotros me llamáis Maestro, y Señor -les dijo- y decís bien, porque lo soy". "Uno es vuestro Maestro, el Cristo" (S. Juan 13: 13; S. Mateo 23:8). De ese modo mantuvo la dignidad que le correspondía a su nombre, y la autoridad y el poder que poseía en el cielo.

Hubo ocasiones cuando habló con la dignidad de su verdadera grandeza. Más de una vez declaró: "El que tiene oídos para oír, oiga". Con estas palabras no hacía más que repetir la orden de Dios, cuando desde la excelencia de su gloria el Infinito había declarado: "Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd" (S. Mateo 17:5). De pie ante los fariseos de ceño fruncido, que trataban de poner en alto su propia importancia, Cristo no vaciló en compararse con los representantes más distinguidos que habían caminado sobre la tierra y declarar su propia eminencia sobre todos ellos (Exaltad a Jesús, p. 31).

Cristo habló con autoridad. Toda verdad esencial para el pueblo fue proclamada con el aplomo de un conocimiento certero. No proclamó nada imaginario ni sentimental. No expuso sofismas ni opiniones humanas. No salían de sus labios cuentos ociosos o falsas teorías expresadas en lenguaje engalanado. Sus declaraciones eran verdades establecidas por el conocimiento personal. Él previó las doctrinas engañosas que llenarían el mundo, pero no las explicó. Concentraba sus enseñanzas en los principios inmutables de la Palabra de Dios. Magnificaba las verdades sencillas y prácticas que el pueblo pudiera entender e incorporar a sus vidas diarias (Testimonios para la iglesia, 1. 8, p. 213).

Esta fue la única entrevista que Jesús tuvo con muchos de los creyentes después de su resurrección. Vino y les habló diciendo: "Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra". Los discípulos le habían adorado antes que hablase, pero sus palabras, al caer de labios que habían sido cerrados por la muerte, los conmovían con un poder singular. Era ahora el Salvador resucitado. Muchos de ellos le habían visto ejercer su poder sanando a los enfermos y dominando a los agentes satánicos. Creían que poseía poder para establecer su reino en Jerusalén, poder para apagar toda oposición, poder sobre los elementos de la naturaleza. Había calmado las airadas aguas; había andado sobre las ondas coronadas de espuma; había resucitado a los muertos.

Ahora declaró que "toda potestad" le era dada. Sus palabras elevaron los espíritus de sus oyentes por encima de las cosas terrenales y temporales hasta las celestiales y eternas. Les infundieron el más alto concepto de su dignidad y gloria (El Deseado de todas las gentes, p. 758).

¿Y por qué huyeron los sacerdotes del templo? ¿Por qué no le hicieron frente? El que les ordenaba que se fuesen era hijo de un carpintero, un pobre galileo, sin jerarquía ni poder terrenales. ¿Por qué no le resistieron? ¿Por qué abandonaron la ganancia tan mal adquirida y huyeron a la orden de una persona de tan humilde apariencia externa?

Cristo hablaba con la autoridad de un rey, y en su aspecto y en el tono de su voz había algo a lo cual no podían resistir. Al oír la orden, se dieron cuenta, como nunca antes, de su verdadera situación de hipócritas y ladrones. Cuando la divinidad fulguró a través de la humanidad, no sólo vieron indignación en el semblante de Cristo; se dieron cuenta del significado de sus palabras. Se sintieron como delante del trono del Juez eterno, como oyendo su sentencia para ese tiempo y la eternidad. Por el momento, quedaron convencidos de que Cristo era profeta; y muchos creyeron que era el Mesías. El Espíritu Santo les recordó vívidamente las declaraciones de los profetas acerca del Cristo (El Deseado de todas las gentes, pp. 133, 134).

La Autoridad de La Palabra Escrita.
Martes 17

La lectura del libro de la ley, que había estado olvidado por tanto tiempo, hizo una profunda impresión en la mente del rey. Comprendió que algo debía hacerse para despertar la atención del pueblo a esa ley, a fin de que los llevara a conformar sus vidas con esas enseñanzas. Comenzó dando su propio ejemplo al humillarse delante del Señor, rasgar sus vestiduras y mostrar así su respeto por la ley.

En su cargo de rey, le correspondía a Josías cumplir en la nación judía los principios enseñados en el libro de la ley. Se esforzó por cumplir esto fielmente. En el mismo libro de la ley encontró un tesoro de conocimiento, un aliado poderoso para la obra de reforma. No lo puso en un sitial, considerándolo demasiado precioso para abrirlo. En cambio, consideró que el más alto honor que podía ofrecerle era llegar a ser un estudioso de sus preceptos. Con diligencia investigó esos antiguos escritos y resolvió caminar a la luz que derramaban sobre su sendero.

Cuando la ley fue leída primeramente ante él, Josías rasgó sus vestiduras para mostrar al pueblo cuán turbado estaba de no haber sabido de su existencia, y cuán avergonzado y afligido se sentía por la forma en que el pueblo había transgredido la ley de Dios. Aun antes de haber tenido conocimiento del libro de la ley, se había sentido preocupado por la idolatría y la iniquidad existentes. Ahora, al leer en el libro los castigos que podían sobrevenir por esas prácticas, una gran aflicción llenó su corazón. Nunca antes había comprendido tan claramente el aborrecimiento que Dios siente por el pecado.

El pesar de Josías no se expresó solamente en palabras de arrepentimiento o demostraciones exteriores de tristeza. Humilló su corazón ante Dios porque sabía que el Señor podía manifestar su ira contra el pueblo. Rasgó su corazón, así como sus vestimentas, por la deshonra que se había hecho al Dios del cielo y de la tierra (The General Conference Bulletin, abril 1, 1903).

Cuando los príncipes dijeron al rey Joaquín lo que Baruc había leído, ordenó inmediatamente que trajesen el rollo a su presencia y que se 10 leyesen. Uno de los acompañantes reales, llamado Jehudí, buscó el rollo, y empezó a leer las palabras de reprensión y amonestación. Era invierno, Y el rey y sus asociados en el gobierno, los príncipes de Judá, estaban reunidos en derredor de un fuego abierto. Apenas se hubo leído una pequeña porción cuando el rey, en vez de temblar por el peligro que le amenazaba a él y a su pueblo, se apoderó del rollo, y con ira frenética "rasgólo con un cuchillo de escribanía, y echólo en el fuego que había en el brasero, hasta que todo el rollo se consumió".

Ni el rey ni sus príncipes sintieron temor, "ni rasgaron sus vestidos". A pesar de que algunos de los príncipes "rogaron al rey que no quemase aquel rollo, no los quiso oír". Habiendo destruido la escritura, la ira del rey impío se despertó contra Jeremías y Baruc, y dio inmediatamente órdenes para que los prendiesen; "mas Jehová los escondió" (Jeremías 36: 1-26).

Al hacer conocer a los que adoraban en el templo, así como a los príncipes y al rey, las amonestaciones escritas en el rollo inspirado, Dios procuraba misericordiosamente amonestar a los hombres de Judá para su propio bien (Profetas y reyes, p. 320).

La Autoridad de La Palabra Hablada.
Miércoles 18

El Señor Jesús no necesita probar sus enseñanzas o vindicarse a sí mismo. Habla como quien tiene autoridad; como la fuente de toda sabiduría. Cuando se repiten sus palabras, el Espíritu Santo se encarga de buscar un lugar para ellas. Como él es la luz del mundo, sus propias ideas son luz; cuando él brilla, los seres humanos son iluminados. y nadie debe interferir con el trabajo divino en los corazones humanos sino permitir que Dios obre en las mentes y corazones para iluminarlos. Él no quiere que nadie camine en las tinieblas; por eso ofrece a todos habilidades y talentos para que los usen y los multipliquen (Spalding and Magan Collection, p. 66).

En su providencia, Dios causa impresiones sobre la gente para que asista a nuestras reuniones evangelizadoras y a los servicios de culto de la iglesia. Algunos van por curiosidad y otros para criticar o ridiculizar. Con frecuencia adquieren la convicción de que son pecadores. La palabra hablada con amor realiza una impresión perdurable sobre ellos. Con cuánto cuidado, entonces, hay que dirigir esas reuniones. Las palabras pronunciadas deben tener autoridad para que el Espíritu Santo pueda grabadas en las mentes. El orador que es controlado por el Espíritu de Dios tiene una dignidad sagrada y sus palabras poseen un sabor de vida para dar vida. No se introduzcan en el discurso ilustraciones o anécdotas inapropiadas. Que las palabras que se pronuncian sean para la edificación de los oyentes (El evangelismo, p. 155).

La enseñanza de Cristo fue la expresión de una convicción íntima y de la experiencia, y los que aprenden de él llegan a ser maestros según el orden divino. La palabra de Dios, pronunciada por aquel que haya sido santificado por ella, tiene un poder vivificador que la hace atrayente para los oyentes, y los convence de que es una realidad viviente. Cuando uno ha recibido la verdad con amor, lo hará manifiesto en la persuasión de sus modales y el tono de su voz. Dará a conocer lo que él mismo oyó, vio y tocó de la palabra de vida, para que otros tengan comunión con él por el conocimiento de Cristo. Su testimonio, de labios tocados por un tizón ardiente del altar es verdad para el corazón dispuesto a recibido, y santifica el carácter (El Deseado de todas las gentes, p. 116).

Cuando participe en la obra que el Señor le ha señalado, el Espíritu de Dios impresionará las mentes mediante las palabras que hable. La palabra hablada hará una impresión más profunda en los corazones, que la palabra escrita (La voz: Su educación y uso correcto, p. 221).

La Autoridad de los Profetas no Canónicos.
Jueves 19

Recomiendo al amable lector la Palabra de Dios como regla de fe y práctica. Por esa Palabra hemos de ser juzgados. En ella Dios ha prometido dar visiones en los "postreros días", no para tener una nueva norma de fe, sino para consolar a su pueblo y para corregir a los que se apartan de la verdad bíblica. Así obró Dios con Pedro cuando estaba por enviado a predicar a los gentiles.

El Señor desea que estudiéis vuestras Biblias. Él no ha dado ninguna luz adicional para tomar el lugar de la Palabra. Esta luz se da con el propósito de concentrar en su Palabra las mentes confundidas, y si se asimila y digiere es la sangre y la vida del alma. Entonces se verán buenas obras cuando la luz brilla en las tinieblas.

En el trabajo público no hagáis prominente ni citéis lo que la Hna. White ha escrito, como autoridad para sostener vuestra posición. El hacer esto no aumentará la fe en los Testimonios. Presentad vuestras evidencias en forma clara y sencilla, extrayéndolas de la Palabra de Dios. Un "así dice el Señor" es el testimonio más poderoso que podéis presentar a la gente. Que nadie sea educado a mirar a la Hna. White, sino al Dios poderoso que da las instrucciones a la Hna. White (Mensajes selectos, 1. 3, pp. 31, 32).

El Señor ha enviado mucha instrucción a su pueblo, línea sobre línea, precepto sobre precepto, un poquito allí, otro poquito allá. Se le ha prestado poca atención a la Biblia. Por eso el Señor ha enviado una luz menor para conducir a hombres y mujeres a la luz mayor (Recibiréis poder, p. 234).

El Hno. J... quiere confundir los ánimos tratando de hacer aparecer que la luz que Dios me ha dado por medio de los Testimonios es una adición a la Palabra de Dios; pero da así una falsa idea sobre el asunto. Dios ha visto propio atraer de este modo la atención de este pueblo a su Palabra, para darle una comprensión más clara de ella. La Palabra de Dios basta para iluminar la mente más obscurecida, y puede ser entendida por los que tienen deseos de comprenderla. Pero no obstante todo eso, algunos que profesan estudiar la Palabra de Dios se encuentran en oposición directa a sus más claras enseñanzas. Entonces, para dejar a hombres y mujeres sin excusa, Dios da testimonios claros y señalados, a fin de hacerlos volver a la Palabra que no han seguido. La Palabra de Dios abunda en principios generales para la formación de hábitos correctos de vida, y los testimonios, generales y personales, han sido calculados para atraer su atención más especialmente a esos principios (Mensajes selectos, 1. 3, p. 33).

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