sábado, 21 de noviembre de 2009

Lección 9: El pecado de Moisés y de Aarón / Notas de Elena de White

Sábado 21 de noviembre.

Aarón y Moisés pecaron ambos al no dar gloria y honor a Dios en las aguas de Meriba. Ambos estaban cansados y se sintieron provocados por las continuas quejas de Israel y, en un momento cuando Dios iba a desplegar misericordiosamente su gloria ante el pueblo para suavizar y subyugar sus corazones y para conducirlos al arrepentimiento, Moisés y Aarón se atribuyeron el poder de abrir la roca para ellos. "¡Oíd ahora rebeldes! ¿Os hemos de hacer salir aguas de esta peña?" (Números 20:10). Aquí había una oportunidad de oro para santificar al Señor en medio de ellos, para mostrarles a los israelitas la paciencia de Dios y su tierna compasión hacia ellos. Habían murmurado contra Moisés y Aarón porque no había podido encontrar agua. Moisés y Aarón consideraron estas murmuraciones como una gran prueba y un deshonor para ellos, olvidando que era Dios a quien el pueblo estaba agraviando. Era en contra de Dios que estaban pecando y a quien estaban deshonrando, no en contra de aquellos que fueron nombrados por Dios para ejecutar su propósito. Estaban insultando a su mejor Amigo al acusar a Moisés y Aarón por sus calamidades; estaba murmurando contra la providencia de Dios.

Este pecado de estos nobles dirigentes fue grande. Sus vidas podrían haber sido ilustres hasta el fin. Habían sido grandemente exaltados y honrados; sin embargo, Dios no excusa el pecado de aquellos que están en posiciones más humildes. Muchos cristianos profesos consideran a hombres que no reprueban o condenan el error como hombres de piedad y ciertamente cristianos, mientras que piensan que aquellos que se mantienen valientemente en defensa de lo recto y no ceden su integridad ante influencias no consagradas, carecen de piedad y de un espíritu cristiano (Testimonios para la iglesia, t. 3. pp. 332, 333).

Cuando caen los Gigantes.
Domingo 22 de noviembre

Después de cuarenta años de peregrinar por el desierto los hijos de Israel acamparon en Cades, en el desierto de Zin. Allí murió María y fue sepultada. La corriente de vida que había fluido de la roca golpeada en Horeb los había seguido durante todos sus viajes; pero ahora el Señor había detenido las aguas justamente antes de que los hebreos llegaran a Cades. Era su propósito probar a su pueblo nuevamente para ver si humildemente confiaban en su providencia, o imitaban la incredulidad y la murmuración de sus progenitores.

Cuando la multitud sedienta no encontró agua, se tornó impaciente y rebelde. Todos se olvidaron de que había sido el poder de Dios que les había suplido agua de la roca por tantos años, y en lugar de confiar en su todopoderoso dirigente, comenzaron a murmurar contra Moisés y Aarón, diciendo: "¡Ojalá hubiéramos muerto cuando perecieron nuestros hermanos delante de Jehová!" Se referían a la plaga que destruyó a miles en la rebelión de Coré, Datán y Abiram (Signs of the Times, septiembre 30, 1880).

La orca golpeada por orden divina para brindar el agua viviente era un símbolo de Cristo, herido y golpeado para que su sangre fuera la fuente de salvación para la raza humana. Y así como la roca debía ser golpeada una sola vez, Cristo habría de ser "ofrecido una sola vez, para quitar los pecados de muchos" (Hebreos 9:28). Pero cuando Moisés golpeó la roca nuevamente en Cades, el hermoso símbolo de Cristo se dañó, porque nuestro Salvador no necesitaría ser sacrificado por segunda vez. Su gran ofrenda fue hecha una sola vez y para siempre, y todos los que buscan las bendiciones de su gracia y derraman su corazón en oración penitente dirigida a su nombre, la recibirán. Tal oración enviada al herido Señor de las huestes celestiales, hará fluir su sangre que da vida, como fluyó el agua viviente para el sediento Israel.

Sólo por una fe viviente en Dios y una humilde obediencia a sus mandatos puede el ser humano recibir su aprobación. En esta ocasión del poderoso milagro en Cades, Moisés, cansado de las murmuraciones y la rebelión del pueblo, perdió de vista a su poderoso ayudador y no siguió sus órdenes de "hablar a la peña" para que diera su agua. De esta manera malogró su registro con una exhibición de pasión y debilidad humanas. Así este hombre, que hubiera podido mantenerse puro, firme y fiel hasta el fin de su misión, fue vencido al final. Dios fue deshonrado ante la congregación de Israel, cuando en lugar de ellos su nombre podría haber sido honrado y glorificado (Signs of the Times, octubre 7, 1880).

La Muerte de Aarón.
Lunes 23 de noviembre

La obra de Aarón en favor de Israel había terminado. Cuarenta años antes, a la edad de ochenta y tres años, Dios le había llamado para que se uniera a Moisés en su grande e importante misión. Había cooperado con su hermano en la obra de sacar a los hijos de Israel de Egipto. Había sostenido las manos del gran jefe cuando los ejércitos hebreos luchaban denodadamente con Amalec. Se le había permitido ascender al monte Sinaí, aproximarse a la presencia de Dios y contemplar la divina gloria. El Señor había conferido el sacerdocio a la familia de Aarón, y le había honrado con la santa consagración de sumo sacerdote. Le había mantenido en su santo cargo mediante las pavorosas manifestaciones del juicio divino en la destrucción de Coré y su grupo. Gracias a la intercesión de Aarón se detuvo la plaga. Cuando sus dos hijos fueron muertos por haber desacatado el expreso mandamiento de Dios, él no se rebeló ni siquiera murmuró. No obstante, la foja de servicios de su vida noble había sido manchada. Aarón cometió un grave pecado cuando cedió a los clamores del pueblo e hizo el becerro de oro en el Sinaí; y otra vez cuando se unió a María en un arrebato de envidia y murmuración contra Moisés. Y junto con Moisés ofendió al Señor en Cades cuando violaron la orden de hablar a la roca para que diese agua.

Dios quería que estos grandes caudillos de su pueblo representasen a Cristo. Aarón llevaba el nombre de Israel en su pecho. Comunicaba al pueblo la voluntad de Dios. Entraba al Lugar Santísimo el día de la expiación, "no sin sangre", como mediador en pro de todo Israel. De esa obra pasaba a bendecir a la congregación, como Cristo vendrá a bendecir a su pueblo que le espera, cuando termine la obra expiatoria que está haciendo en su favor. El exaltado carácter de aquel santo cargo como representante de nuestro gran Sumo Sacerdote, fue lo que hizo tan grave el pecado de Aarón en Cades.

Con profunda tristeza, Moisés despojó a Aarón de sus santas vestiduras y se las puso a Eleazar, quien llegó a ser así sucesor de su padre por nombramiento divino. A causa del pecado que cometió en Cades, se le negó a Aarón el privilegio de oficiar como sumo sacerdote de Dios en Canaán, de ofrecer el primer sacrificio en la buena tierra, y de consagrar así la herencia de Israel. Moisés había de continuar llevando su carga de conducir al pueblo hasta los mismos límites de Canaán. Había de llegar a ver la tierra prometida, pero no había de entrar en ella. Si estos siervos de Dios, cuando estaban frente a la roca de Cades, hubieran soportado sin murmuración alguna la prueba a que allí se los sometió, ¡cuán diferente habría sido su futuro! Jamás puede deshacerse una mala acción. Puede suceder que el trabajo de toda una vida no recobre lo que se perdió en un solo memento de tentación o aun de negligencia (Patriarcas y profetas, pp. 451-453).

Después de esperar ansiosamente, el pueblo avistó las siluetas de Moisés y Eleazar, que descendían lentamente; pero Aarón no los acompañaba. Eleazar tenían puestas las vestiduras sacerdotales y ello mostraba que había sucedido a su padre en el santo oficio. Con labios temblorosos y un entristecido semblante, Moisés explicó que Aarón había muertos en sus brazos en el monte Hor, y que allá se le había dado sepultura. La congregación prorrumpió en llanto y en lamentación, pues todos amaban de corazón a Aarón, aunque tan a menudo le habían causado dolor. Como una señal de respeto a su memoria, se realizaron servicios funerarios por treinta días en honor a su dirigente desaparecido (Signs of the Times, octubre 14, 1880).

El Pecado de la Ingratitud.
Martes 24 de noviembre

Las naciones de Canaán había estado vigilando celosamente los movimientos de las vastas huestes de Israel. Recordaban con recelo la visita de los espías hebreos cuarenta años atrás, y ahora se mantenían constantemente en alerta para prevenir cualquier invasión de su territorio. Arad, uno de los reyes cananeos, después de haber sido informado por sus espías que los hijos de Israel habían acampado cerca del monte Hor, preparó una gran ejército y se fue a hacer guerra contra ellos. Tuvo una decidida victoria y se llevó una buena cantidad de prisioneros. Los israelitas se sintieron humillados por esta derrota y buscaron la ayuda de Dios con oración y ayuno. Prometieron solemnemente que si el Señor entregaba a sus enemigos en sus manos, ellos los destruirían juntamente con sus ciudades. El divino Protector de Israel se agradó de sus oraciones y respondió el clamor de su pueblo permitiendo que los cananeos fueran derrotados.
Esta victoria debiera haber llenado los corazones de los israelitas con gratitud; haberlos llevado a temer y confiar más en el Señor y a abandonar los pecados que los había separado de él y de su ayuda. Pero exaltados con el éxito, se tornaron orgullosos y confiados en sí mismos, y pronto cayeron en el viejo hábito de murmurar. Se quejaron por que los ejércitos de Israel no habían avanzado inmediatamente después del cobarde informe de los doce espías cuarenta años atrás. Declararon que sus viajes por el desierto habían sido una demora innecesaria, puesto que hubieran podido conquistar a sus enemigos tan fácilmente como en esta ocasión. Reclamaron que si Dios y Moisés no hubieran interferido, ellos hubieran tomado posesión de la tierra prometida en aquel entonces. Se quejaron de la forma en que Dios habría obrado con ellos, y finalmente se manifestaron descontentos y amargados.

Mientras continuaban su viaje hacia el sur, hacia el lugar donde la columna de nube los conducía, debían cruzar un área del desierto arenosa y caliente, desprovista de sombra o vegetación. El camino era largo y difícil, y el cansancio y la sed parecían difíciles de soportar. Su peregrinaje anterior en el desierto debiera haberles enseñado a confiar plenamente en Dios. Pero al enfrentar sufrimientos y pruebas, nuevamente fracasaron en mostrar fe y paciencia. Al pensar constantemente en los aspectos negativos de su viaje, se separaban más y más del Señor, hasta que un espíritu satánico, rebelde y desafiante, se apoderó de ellos (Signs fo the Times, octubre 21, 1880).

Al responder a las fervientes oraciones de Israel y concederles una gran victoria sobre sus enemigos, el Señor había mostrado nuevamente su voluntad de ayudar a su pueblo cuando éste le buscase. Cuán terrible fue entonces su incredulidad y murmuración. El gran pecado de Israel fue considerar que Dios buscaba el mal para ellos; que restringía su libertad y los rodeaba de pruebas y dificultades. Sin embargo, en todo su peregrinaje habían tenido agua para saciar su sed, pan del cielo para satisfacer su hambre, paz y seguridad bajo la sombra de la columna de nube durante el día y la de fuego por la noche. los ángeles los acompañaban mientras pasaban por los lugares abruptos y difíciles del desierto. Es un error pensar que Dios se alegra al ver el sufrimiento de sus criaturas, porque todo el Cielo está interesado en la felicidad de sus hijos. Cuando el ser humano no se separa de Dios, o se va por el camino que lleva a las tinieblas y la muerte, la mano del Infinito permite el dolor, la desilusión y las pruebas, como una advertencia para evitar que sigan en el camino de la desobediencia y la destrucción (Signs of the Times, octubre 21, 1880).

Las Serpientes Ardientes.
Miércoles 25 de noviembre

Porque había estado escudado por el poder divino, Israel no se había dado cuenta de los innumerables peligros que lo habían rodeado continuamente. En su ingratitud e incredulidad había declarado que deseba la muerte, y ahora el Señor permitió que la muerte le sobreviviera. Las serpientes venenosas que pululaban en el desierto eran llamadas serpientes ardientes a causa de los terribles efectos de su mordedura, pues producía una inflamación violenta y la muerte al poco rato. Cuando la mano protectora de Dios se apartó de Israel, muchísimas personas fueron atacadas por estos reptiles venenosos...

El pueblo se humilló entonces ante Dios. Muchos se acercaron a Moisés para hacerle su confesión y súplica. "Pecado hemos -dijeron- por haber hablado contra Jehová, y contra ti" (Números 21:7-9). Poco antes le habían acusado de ser su peor enemigo, la causa de todas sus angustias y aflicciones. Pero aun antes que las palabras dejaran sus labios, sabían perfectamente que los cargos eran falsos; y tan pronto como llegaron las verdaderas dificultades, corrieron hacia él como a la única persona que podía interceder ante Dios por ellos...

Dios le ordenó a Moisés que hiciese una serpiente de bronce semejante a las vivas, y que la levantara ante el pueblo. Todos los que habían sido picados habían de mirarla y encontrarían alivio. Hizo lo que se le había mandado, y por todo el campamento cundió la grata noticia de que todos los que habían sido mordidos podía mirar la serpiente de bronce, y vivir. Muchos habían muerto ya, y cuando Moisés hizo levantar la serpiente en un poste, hubo quienes se negaron a creer que con sólo mirar aquella imagen metálica se iban a curar. Estos perecieron en la incredulidad. No obstante, hubo muchos que tuvieron fe en lo provisto por Dios. Padres, madres, hermanos y hermanas se dedicaban afanosamente a ayudar a sus deudos dolientes y moribundos a fijar los ojos lánguidos en la serpiente. Si ellos, aunque desfallecientes y moribundos, podían mirarla una vez, se restablecían por completo...

El alzamiento de la serpiente de bronce tenía por objeto enseñar una lección importante a los israelitas. No podían salvarse del efecto fatal del veneno que había en sus heridas. Solamente Dios podía curarlos. Se les pedía, sin embargo, que demostraran su fe en lo provisto por Dios, y la demostraban mirando la serpiente. Sabían que no había virtud en la serpiente misma, sino que era un símbolo de Cristo; y se les inculcaba así la necesidad de tener fe en los méritos de él. Hasta entonces muchos habían llevado sus ofrendas a Dios, creyendo que con ello expiaban ampliamente sus pecados. No dependían del Redentor que había de venir, de quien estas ofrendas y sacrificios no eran sino una figura o sombra. El Señor quería enseñarles ahora que en sí mismos sus sacrificios no tenían más poder ni virtud que la serpiente de bronce, sino que, como ella, estaban destinados a dirigir su espíritu a Cristo, el gran sacrificio propiciatorio.

"Y como Moisés levanto la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado; para que todo aquel que en él creyere, no se pierda, sino que tenga vida eterna" (S. Juan 3:14, 15). Todos los que hayan existido alguna vez en la tierra han sentido la mordedura mortal de "la serpiente antigua, que se llama Diablo y Satanás" (Apocalipsis 12:9). Los efectos fatales del pecado pueden eliminarse tan sólo mediante lo provisto por Dios. Los israelitas salvaban su vida mirando la serpiente levantada en el desierto. Aquella mirada implicaba fe. Vivían porque creían la palabra de Dios, y confiaban en los medio provistos para su restablecimiento. Así también puede el pecador mirar a Cristo, y vivir. Recibe el perdón por medio de la fe en el sacrificio expiatorio. En contraste con el símbolo inerte e inanimado, Cristo tiene poder y virtud en sí para curar al pecador arrepentido (Patriarcas y profetas, pp. 456-458).

Primeras Conquistas.
Jueves 26 de noviembre

Seguro de su éxito, el rey salió con su enorme ejército a la llanura abierta; mientras que se oían los alaridos desafiantes que partían de la meseta superior, donde se podían ver las lanzas de millares deseosos de entran en lucha. Cuando los hebreos miraron la forma alta de aquel gigante de gigantes que sobrepasaba a los soldados de su ejército, cuando vieron los ejércitos que le rodeaban y divisaron la fortaleza aparentemente inexpugnable, detrás de la cual miles de soldados invisibles estaban atrincherados, muchos corazones de Israel temblaron de miedo. Pero Moisés estaba sereno y firme; el Señor había dicho con respecto al rey de Basán: "No tengas temor de él, porque en tu mano he entregado a él y a todo su pueblo, y su tierra; y harás con él como hiciste con Sehón rey Amorreo, que habitaba en Hesbón" (Deuteronomio 3:2).
La fe serena de su jefe inspiraba al pueblo a tener confianza en Dios. Lo entregaron todo a su brazo omnipotente, y él no les faltó. Ni los poderosos gigantes, ni las ciudades amuralladas, ni tampoco los ejércitos armados y las fortalezas escarpadas podían subsistir ante el Capitán de la hueste de Jehová. El Señor conducía al ejército; el Señor desconcertó al enemigo; y obtuvo la victoria para Israel. El gigantesco rey su ejército fueron destruidos; y los israelitas no tardaron en poseer toda la región. Así se borró de la faz de la tierra esa gente extraña, que se había entregado a la iniquidad y a la idolatría abominable (Patriarcas y profetas, pp. 464, 465).

En sus luchas con Og y Sehón, el pueblo se vio sometido a la misma prueba bajo la cual sus padres habían fracasado tan señaladamente. Pero la prueba era ahora mucho más severa que cuando Dios ordenó a los hijos de Israel que avanzaran. Las dificultades del camino habían aumentado desde que ellos rehusaron avanzar cuando se les mandó hacerlo en el nombre del Señor. Es así cómo Dios prueba aun ahora a sus hijos. Si no soportan la prueba, los lleva al mismo punto, y la segunda vez la prueba será más estrecha y severa que la anterior. Esto continúa hasta que soportan la prueba, o, si todavía son rebeldes, Dios les retira su luz, y los deja en tinieblas.

Los hebreos recordaban ahora cómo anteriormente, cuando sus fuerzas habían salido a luchar, fueron derrotadas y miles perecieron. Pero en aquel entonces habían salido a luchar en abierta oposición al mandamiento de Dios... Habían salido sin Moisés, el jefe nombrado por Dios, sin la columna de nube, símbolo de la presencia divina, y sin el arca. Pero ahora Moisés estaba con ellos, y fortalecía sus corazones con palabras de esperanza y fe; el Hijo de Dios, rodeado por la columna de nube, les mostraba el camino; y el arca santa acompañaba al ejército. Todo esto encierra una lección para nosotros. Él poderoso Dios de Israel es nuestro Dios. En él podemos confiar, y si obedecemos sus requerimientos, obrará por nosotros tan señaladamente como lo hizo por su antiguo pueblo. Todo el que procure seguir el camino del deber se verá a veces asaltado por la duda e incredulidad. El camino estará a veces tan obstruido por obstáculos aparentemente insuperables, que ello podrá descorazonar a los que cedan al desaliento; pero Dios les dice: Seguid adelante. Cumplid vuestro deber cuesto lo que costare. Las dificultades de aspecto tan formidable, que llenan vuestra alma de espanto, se desvanecerán a medida que, confiando humildemente en Dios, avancéis por el sendero de la obediencia (Patriarcas y profetas, pp. 465, 466).

Para Estudiar y Meditar.
Viernes 27 de noviembre

Patriarcas y profetas, pp. 436-466.

CAPÍTULO 37. La Roca Herida

DE LA roca que Moisés hirió, brotó primeramente el arroyo de agua viva que refrescó a Israel en el desierto. Durante todas sus peregrinaciones, doquiera fuese necesario, un milagro de la misericordia de Dios les proporcionó agua. Pero las aguas no siguieron fluyendo de Horeb. Dondequiera que les hacía falta agua en su peregrinaje, fluía de, las hendiduras de las rocas y corría al lado de su campamento.

Cristo era quien, por el poder de su palabra, hacía fluir el arroyo refrescante para Israel.
"Bebían de la piedra espiritual que los seguía, y la piedra era Cristo." El era la fuente de todas las bendiciones, tanto temporales como también espirituales. Cristo, la Roca verdadera, los acompañó en toda su peregrinación. "No tuvieron sed cuando los llevó por los desiertos; hízoles correr agua de la piedra; cortó la peña, y corrieron aguas." "Abrió la peña, y fluyeron aguas; corrieron por los secadales como un río." (1 Cor. 10: 4; Isa. 48: 21; Sal. 105: 41.)

La roca herida era una figura de Cristo, y mediante este símbolo se enseñan las más preciosas verdades espirituales. Así como las aguas vivificadoras fluían de la roca herida, de Cristo, "herido de Dios y abatido," "herido...por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados," fluye la corriente de la salvación para una raza perdida. Como la roca fue herida una vez, así también Cristo había de ser "ofrecido una vez para agotar los pecados de muchos." (Isa. 53: 4, 5; Heb. 9: 28.) Nuestro Salvador no había de ser sacrificado una segunda vez; y solamente es necesario para los que buscan las bendiciones de su gracia que las pidan en el nombre de Jesús, exhalando los deseos de su corazón en oración penitente. La tal oración presentará al Señor de los ejércitos las heridas de Jesús, y entonces brotará de nuevo la sangre vivificante, simbolizada por la corriente de agua viva que fluía para Israel.

Una vez establecidos en Canaán, los israelitas se acostumbraron a celebrar con demostraciones de gran regocijo el flujo del agua de la roca en el desierto. En la época de Cristo esta celebración se había convertido en una ceremonia muy impresionante. Se realizaba en ocasión de la fiesta de las cabañas, cuando el pueblo de todo el país se congregaba en Jerusalén. Durante los siete días de la fiesta los sacerdotes salían cada día acompañados de música y del coro de los levitas, a sacar en un recipiente de oro agua de la fuente de Siloé. Iban seguidos por grandes multitudes de adoradores, de los cuales tantos como podían acercarse al agua bebían de ella, mientras se elevaban los acordes llenos de júbilo: "Sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salud." (Isa. 12: 3.) Luego el agua sacada por los sacerdotes era conducida al templo en medio de la algazara de las trompetas y de los cantos solemnes: "Nuestros pies estuvieron en tus puertas, oh Jerusalem." (Sal. 122: 2.) El agua se derramaba sobre el altar del holocausto, mientras que repercutían los cantos de alabanza y las multitudes se unían en coros triunfales acompañados por instrumentos de música y trompetas de tono profundo.

El Salvador utilizó este servicio simbólico para dirigir la atención del pueblo a las bendiciones que él había venido a traerles. "En el postrer día grande de la fiesta" se oyó su voz en tono que resonó por todos los ámbitos del templo, diciendo: "Si alguno tiene Sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, ríos de agua viva correrán de su vientre." "Y esto -dice Juan- dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él." (Juan 7: 37-39) El agua refrescante que brota en tierra seca y estéril, hace florecer el desierto y fluye para dar vida a los que perecen, es un emblema de la gracia divina que sólo Cristo puede conceder, y que, como agua viva, purifica, refrigera y fortalece el alma. Aquel en quien mora Cristo tiene dentro de sí una fuente eterna de gracia y fortaleza. Jesús alegra la vida y alumbra el sendero de todos aquellos que le buscan de todo corazón. Su amor, recibido en el corazón, se manifestará en buenas obras para la vida eterna. Y no sólo bendice al alma de la cual brota, sino que la corriente viva fluirá en palabras y acciones justas, para refrescar a los sedientos que la rodean.

Cristo empleó la misma figura en su conversación con la mujer de Samaria al lado del pozo de Jacob: "Mas el que bebiere del agua que yo le daré, para siempre no tendrá sed; mas el agua que yo le daré, será en él una fuente de agua que salte para vida eterna." (Juan 4: 14.) Cristo combina los dos símbolos. El es la roca y es el agua viva.

Las mismas figuras, bellas y expresivas, se conservan en toda la Biblia. Muchos siglos antes que viniera Cristo, Moisés le señaló como la roca de la salvación de Israel (Deut. 32: 15); el salmista cantó sus loores, y le llamó "roca mía y redentor mío," "la roca de mi fortaleza," "peña más alta que yo," "mi roca y mi fortaleza," "roca de mi corazón y mi porción," la "roca de mi confianza." En los cánticos de David su gracia es presentada como "aguas de reposo" en "delicados pastos," hacia los cuales el Pastor divino guía su rebaño. Y también dice: "Tú los abrevarás del torrente de tus delicias. Porque contigo está el manantial de la vida." Y el sabio declara: "Arroyo revertiente" es "la fuente de la sabiduría." Para jeremías, Cristo es la "fuente de agua viva;" para Zacarías un "manantial abierto. . .para el pecado y la inmundicia." (Sal. 19: 14; 62: 7; 61: 2; 71: 3; 73: 26; 94: 22; 23: 2; 36: 8, 9; Prov. 18: 4; Jer. 2: 13; Zac. 13: 1.)

Isaías lo describe como "la Roca de la eternidad," como "sombra de gran peñasco en tierra calurosa." Y al anotar la preciosa promesa evoca el recuerdo del arroyo vivo que fluía para Israel: "Los afligidos y menesterosos buscan las aguas, que no hay; secóse de sed su lengua; yo Jehová los oiré, yo el Dios de Israel no los desampararé." "Porque yo derramaré aguas sobre el secadal, y ríos sobre la tierra árida." "Porque aguas serán cavadas en el desierto, y torrentes en la soledad." Se extiende la invitación "a todos los sedientos: Venid a las aguas." Y esta invitación se repite en las últimas páginas de la santa Palabra. El río del agua de vida, "resplandeciente como cristal," emana del trono de Dios y del Cordero; y la misericordioso invitación repercute a través de los siglos: "El que tiene sed, venga: y el que quiere, tome del agua de la vida de balde." (Isa. 26: 4, V.M.; 32: 2; 41: 17; 44: 3; 35: 6; 55: 1; Apoc. 22: 17.)

Precisamente antes de que la hueste hebrea llegara a Cades, dejó de fluir el arroyo de agua viva que por tantos años había brotado y corrido a un lado del campamento. El Señor quería probar de nuevo a su pueblo. Quería ver si habría de confiar en su providencia o imitaría la incredulidad de sus padres.

Tenían ahora a la vista las colinas de Canaán. Unos pocos días de camino los llevaran a las fronteras de la tierra prometida. Se hallaban a poca distancia de Edom, la tierra que pertenecía a los descendientes de Esaú, a través de la cual pasaba la ruta hacia Canaán. A Moisés se le había dado la orden: "Volveos al aquilón. Y manda al pueblo, diciendo: Pasando vosotros por el término de vuestros hermanos los hijos de Esaú, que habitan en Seír, ellos tendrán miedo de vosotros. . . . Compraréis de ellos por dinero las viandas, y comeréis; y también compraréis de ellos el agua, y beberéis." (Deut. 2: 3-6.) Estas instrucciones debieran haber bastado para explicarles por qué se les había cortado la provisión de agua: estaban por cruzar un país bien regado y fértil, en camino directo hacia la tierra de Canaán. Dios les había prometido que pasarían sin molestias por Edom, y que tendrían oportunidad de comprar alimentos y agua suficiente para suplir a toda la hueste. La cesación del milagroso flujo de agua debiera haber sido motivo de regocijo, una señal de que la peregrinación por el desierto había terminado. Lo habrían comprendido si no los hubiera cegado la incredulidad. Pero lo que debió ser evidencia de que se cumplía la promesa de Dios, se hizo motivo de duda y murmuración. El pueblo pareció haber renunciado a toda esperanza de que Dios lo pondría en posesión de la tierra de Canaán, y clamó por las bendiciones del desierto.
Antes de que Dios les permitiese entrar en la tierra de Canaán, los israelitas debían demostrar que creían en su promesa. El agua dejó de fluir antes que llegaran a Edom. Tuvieron pues, por lo menos durante un corto tiempo, oportunidad de andar por la fe en vez de andar confiados en lo que veían. Pero la primera prueba despertó el mismo espíritu turbulento y desagradecido que habían manifestado sus padres. En cuanto se oyó clamar por agua en el campamento, se olvidaron de la mano que durante tantos años había suplido sus necesidades, y en lugar de pedir ayuda a Dios, murmuraron contra él, exclamando en su desesperación: "¡Ojalá que nosotros hubiéramos muerto cuando perecieron nuestros hermanos delante de Jehová!" (Núm. 20: 1-13.) Es decir que desearon haberse contado entre los que fueron destruidos en la rebelión de Coré.
Sus clamores se dirigían contra Moisés y contra Aarón: ¿Por qué hiciste venir la congregación de Jehová a este desierto, para que muramos aquí nosotros y nuestras bestias? ¿Y por qué nos has hecho subir de Egipto, para traernos a este mal lugar? No es lugar de sementera, de higueras, de viñas, ni granadas: ni aun de agua para beber."

Los jefes fueron a la puerta del tabernáculo, y se postraron. Nuevamente "la gloria de Jehová apareció sobre ellos," y Moisés recibió la orden: "Toma la vara, y reúne la congregación, tú y Aarón tu hermano, y hablad a la peña en ojos de ellos; y ella dará su agua, y les sacarás agua de la peña."

Los dos hermanos se presentaron ante el pueblo, llevando Moisés la vara de Dios en la mano. Ambos eran ya hombres muy ancianos. Habían sobrellevado mucho tiempo la rebelión y la testarudez de Israel; pero ahora por último aun la paciencia de Moisés se agotó. "Oíd ahora, rebeldes -exclamó:- ¿os hemos de hacer salir aguas de esta peña?" Y en vez de hablar a la roca, como Dios le había mandado, la hirió dos veces con la vara.

El agua brotó en abundancia para satisfacer a la hueste. Pero se había cometido un gran agravio. Moisés había hablado, movido por la irritación; sus palabras expresaban la pasión humana más bien que una santa indignación porque Dios había sido deshonrado. "Oíd ahora, rebeldes," había dicho. La acusación era veraz, pero ni aun la verdad debe decirse apasionada o impacientemente. Cuando Dios le había mandado a Moisés que acusara a los israelitas de rebelión, las palabras habían sido dolorosas para él y difíciles de soportar para ellos; sin embargo, Dios le había sostenido a él para dar el mensaje. Pero cuando se arrogó la responsabilidad de acusarlos, contristó al Espíritu de Dios y sólo le hizo daño al pueblo. Evidenció su falta de paciencia y de dominio propio. Así dio al pueblo oportunidad de dudar de que sus procedimientos anteriores hubieran sido dirigidos por Dios, y de excusar sus propios pecados. Tanto Moisés como los hijos de Israel habían ofendido a Dios. Su conducta, dijeron ellos, había merecido desde un principio crítica y censura. Ahora habían encontrado el pretexto que deseaban para rechazar todas las reprensiones que Dios les había mandado por medio de su siervo.

Moisés demostró que desconfiaba de Dios. "¿Os hemos de hacer salir aguas de esta peña?" preguntó él, como si el Señor no fuera a cumplir lo que había prometido. "No creísteis en mí, para santificarme en ojos de Israel," dijo el Señor a los dos hermanos. Cuando el agua dejó de fluir y al oír las murmuraciones y la rebelión del pueblo, vaciló la fe de ambos en el cumplimiento de las promesas de Dios. La primera generación había sido condenada a perecer en el desierto a causa de su incredulidad; pero se veía el mismo espíritu en sus hijos. ¿Dejarían éstos también de recibir la promesa? Cansados y desalentados, Moisés y Aarón no habían hecho esfuerzo alguno para detener la corriente del sentimiento popular. Si ellos mismos hubiesen manifestado una fe firme en Dios, habrían podido presentar el asunto al pueblo en forma tal que lo hubiera capacitado para soportar esta prueba. Por el ejercicio rápido y decisivo de la autoridad que se les había otorgado como magistrados, habrían sofocado la murmuración. Era su deber hacer todo lo que estuviese a su alcance por crear un estado mejor de cosas entre el pueblo antes de pedir a Dios que hiciera la obra por ellos. Si en Cades se hubiese evitado a tiempo la murmuración, ¡cuántos males subsiguientes se habrían evitado!

Por su acto temerario Moisés restó fuerza a la lección que Dios se proponía enseñar. Siendo la roca un símbolo de Cristo, había sido herida una vez, como Cristo había de ser ofrecido una vez. La segunda vez bastaba hablar a la roca, así como ahora sólo tenemos que pedir las bendiciones en el nombre de Jesús. Al herir la roca por segunda vez, se destruyó el significado de esta bella figura de Cristo.

Más aún, Moisés y Aarón se habían arrogado un poder que sólo pertenece a Dios. La necesidad de que Dios interviniera daba gran solemnidad a la ocasión, y los jefes de Israel debieran haberse valido de ella para inculcar en la gente reverencia hacia Dios y fortalecer su fe en el poder y la bondad de Dios. Cuando exclamaron airadamente: " ¿Os hemos de hacer salir aguas de esta peña?" se pusieron en lugar de Dios, como si dispusieran de poder ellos mismos, seres sujetos a las debilidades y pasiones humanas. Abrumado por la continua murmuración y rebelión del pueblo, Moisés perdió de vista a su Ayudador Omnipotente, y sin la fuerza divina se le dejó manchar su foja de servicios por una manifestación de debilidad humana. El hombre que hubiera podido conservarse puro, firme y desinteresado hasta el final de su obra, fue vencido por último. Dios quedó deshonrado ante la congregación de Israel, cuando debió ser engrandecido y ensalzado.

En esta ocasión, Dios no dictó juicios contra los impíos cuyo procedimiento inicuo había provocado tanta ira en Moisés y Aarón. Toda la reprensión cayó sobre los dos jefes. Los que representaban a Dios no le habían honrado. Moisés y Aarón se habían sentido agraviados, y no habían tenido en cuenta que las murmuraciones del pueblo no eran contra ellos, sino contra Dios. Por mirar a sí mismos y apelar a sus propias simpatías, habían caldo inconscientemente en pecado, y no expusieron al pueblo la gran culpabilidad en que había incurrido ante Dios.

Amargo y profundamente humillante fue el juicio que se pronunció en seguida. "Jehová dijo a Moisés y a Aarón: Por cuanto no creísteis en mí, para santificarme en ojos de los hijos de Israel, por tanto, no meteréis esta congregación en la tierra que les he dado." Juntamente con el rebelde Israel, habrían de morir antes de que se cruzara el Jordán. Si Moisés y Aarón se hubieran tenido en alta estima o si hubieran dado rienda suelta a un espíritu apasionado frente a la amonestación y reprensión divinas, su culpa habría sido mucho mayor. Pero no se los podía acusar de haber pecado intencionada y deliberadamente; habían sido vencidos por una tentación repentina, y su contrición fue inmediata y de todo corazón. El Señor aceptó su arrepentimiento, aunque, a causa del daño que su pecado pudiera ocasionar entre el pueblo, no podía remitir el castigo.

Moisés no ocultó su sentencia, sino que le dijo al pueblo que por no haber atribuido la gloria a Dios, no lo podría introducir en la tierra prometida. Lo invitó a que notara cuán severo era el castigo que se le infligía, y luego considerara cómo debía de juzgar Dios sus murmuraciones y su modo de atribuir a un simple hombre los juicios que habían merecido todos por sus pecados. Les explicó cómo había suplicado a Dios que le remitiera la sentencia y ello le había sido negado. "Mas Jehová se había enojado contra mi por causa de vosotros -dijo- por lo cual no me oyó." (Deut. 3: 26.)
Cada vez que se vieran en dificultad o prueba, los israelitas habían estado dispuestos a culpar a Moisés por haberlos sacado de Egipto, como si Dios no hubiese intervenido en el asunto. Durante toda su peregrinación, cuando se quejaban de las dificultades del camino y murmuraban contra sus jefes, Moisés les decía: "Vuestra murmuración se dirige contra Dios. El, y no yo, es quien os libró." Pero con sus palabras precipitadas ante la roca: "¿Os hemos de hacer salir aguas?" admitía virtualmente el cargo que ellos le hacían, y con ello los habría de confirmar en su incredulidad y justificaría sus murmuraciones. El Señor quería eliminar para siempre de su mente esta impresión al prohibir a Moisés que entrara en la tierra prometida. Ello probaba en forma inequívoca que su caudillo no era Moisés, sino el poderoso Ángel de quien el Señor había dicho: "He aquí yo envío el Ángel delante de ti para que te guarde en el camino, y te introduzca en el lugar que yo he preparado. Guárdate delante de él, y oye su voz. . .porque mi nombre está en él." (Exo. 23: 20, 21.)

"Jehová se había enojado contra mí por causa de vosotros," dijo Moisés. Todos los ojos de Israel estaban fijos en Moisés, y su pecado arrojaba una sombra sobre Dios, que le había escogido como jefe de su pueblo. Toda la congregación sabía de la transgresión; y si se la hubiera pasado por alto como cosa sin importancia, se habría creado la impresión de que bajo una gran provocación la incredulidad y la impaciencia podían excusarse entre aquellos que ocupaban elevados cargos de responsabilidad. Pero cuando se declaró que, a causa de aquel pecado único, Moisés y Aarón no habrían de entrar en Canaán, el pueblo se dio cuenta de que Dios no hace acepción de personas, sino que ciertamente castiga al transgresor.

La historia de Israel debía escribirse para la instrucción y advertencia de las generaciones venideras. Los hombres de todos los tiempos habrían de ver en el Dios del cielo a un Soberano imparcial que en ningún caso justifica el pecado. Pero pocos se dan cuenta de la excesiva gravedad del pecado. Los hombres se lisonjean de que Dios es demasiado bueno para castigar al transgresor. Sin embargo, a la luz de la historia bíblica es evidente que la bondad de Dios y su amor le compelen a tratar el pecado como un mal fatal para la paz y la felicidad del universo.

Ni siquiera la integridad y la fidelidad de Moisés pudieron evitarle la retribución que merecía su culpa. Dios había perdonado al pueblo transgresiones mayores; pero no podía tratar el pecado de los caudillos como el de los acaudillados. Había honrado a Moisés por sobre todos los hombres de la tierra. Le había revelado su gloria, y por su intermedio había comunicado sus estatutos a Israel. El hecho de que Moisés había gozado de grandes luces y conocimientos, agravaba tanto más su pecado. La fidelidad de tiempos pasados no expiará una sola mala acción. Cuanto mayores sean las luces y los privilegios otorgados al hombre, tanto mayor será su responsabilidad, tanto más graves sus fracasos y faltas, y tanto mayor su castigo.

Según el juicio humano, Moisés no era culpable de un gran crimen; su pecado era una falta común. El salmista dice que "habló inconsideradamente con sus labios." (Sal. 106: 33 V.M.) En opinión de los hombres, ello puede parecer cosa ligera; pero si Dios trató tan severamente este pecado en su siervo más fiel y honrado, no lo disculpará ciertamente en otros. El espíritu de ensalzamiento propio, la inclinación a censurar a nuestros hermanos, desagrada sumamente a Dios. Los que se dejan dominar por estos males arrojan dudas sobre la obra de Dios, y dan a los escépticos motivos para disculpar su incredulidad. Cuanto más importante sea el cargo de uno, y tanto mayor sea su influencia, tanto más necesitará cultivar la paciencia y la humildad.
Si los hijos de Dios, especialmente los que ocupan puestos de responsabilidad, se dejan inducir a atribuirse la gloria que sólo a Dios se debe, Satanás se regocija. Ha ganado una victoria. Así fue cómo él cayó, y así es cómo obtiene el mayor éxito en sus tentaciones para arruinar a otros. Para ponernos precisamente en guardia contra sus artimañas, Dios nos ha dado en su Palabra muchas lecciones que recalcan el peligro del ensalzamiento propio. No hay en nuestra naturaleza impulso alguno ni facultad mental o tendencia del corazón, que no necesite estar en todo momento bajo el dominio del Espíritu de Dios. No hay bendición alguna otorgada por Dios al hombre, ni prueba permitida por él, que Satanás no pueda ni desee aprovechar para tentar, acosar y destruir el alma, si le damos la menor ventaja. En consecuencia, por grande que sea la luz espiritual de uno, por mucho que goce del favor y de las bendiciones divinas, debe andar siempre humildemente ante el Señor, y suplicar con fe a Dios que dirija cada uno de sus pensamientos y domine cada uno de sus impulsos.

Todos los que profesan la vida piadosa tienen la más sagrada obligación de guardar su espíritu y de dominarse ante las mayores provocaciones. Las cargas impuestas a Moisés eran muy grandes; pocos hombres fueron jamás probados tan severamente como lo fue él; sin embargo, ello no excusó su pecado. Dios proveyó ampliamente en favor de sus hijos; y si ellos confían en su poder, nunca serán juguete de las circunstancias. Ni aun las mayores tentaciones pueden excusar el pecado. Por intensa que sea la presión ejercida sobre el alma, la transgresión es siempre un acto nuestro. No puede la tierra ni el infierno obligar a nadie a que haga el mal. Satanás nos ataca en nuestros puntos débiles, pero no es preciso que nos venza. Por severo o inesperado que sea el asalto, Dios ha provisto ayuda para nosotros, y mediante su poder podemos ser vencedores.

CAPÍTULO 38. El Viaje Alrededor de Edom

EL CAMPAMENTO de Israel en Cades estaba a poca distancia de los límites de Edom, y tanto Moisés como el pueblo tenían muchos deseos de cruzar ese territorio para ir a la tierra prometida; así que, tal como Dios les había mandado, enviaron este mensaje al rey de Edom:
"Así dice Israel tu hermano: Tú has sabido todo el trabajo que nos ha venido: cómo nuestros padres descendieron a Egipto, y estuvimos en Egipto largo tiempo, y los Egipcios nos maltrataron, y a nuestros padres; y clamamos a Jehová, el cual oyó nuestra voz, y envió ángel, y sacónos de Egipto; y he aquí estamos en Cades, ciudad al extremo de tus confines: rogámoste que pasemos por tu tierra; no pasaremos por labranza, ni por viña, ni beberemos agua de pozos: por el camino real iremos, sin apartarnos a la diestra ni a la siniestra, hasta que hayamos pasado tu término." (Núm. 20: 14-20.)

Como contestación a esta petición cortés, recibieron una negativa amenazadora: "No pasarás por mi país, de otra manera saldré contra ti armado."

Sorprendidos por esta negativa, los jefes de Israel enviaron otra súplica al rey, con la promesa: "Por el camino seguido iremos; y si bebiéramos tus aguas yo y mis ganados, daré el precio de ellas: ciertamente sin hacer otra cosa, pasaré de seguida."

La contestación fue: "No pasarás." Ya había grupos de edomitas armados en los pasos dificultosos, de manera que cualquier avance pacífico en esa dirección era imposible, y se les había prohibido a los hebreos recurrir a la fuerza para lograr su fin. Tenían que hacer un largo rodeo alrededor de la tierra de Edom.

Si, cuando se los probó, los israelitas hubieran confiado en Dios, el Capitán de la hueste de Jehová los habría guiado a través de Edom, y el temor a ellos se habría apoderado de los habitantes de la tierra, de tal manera que, en vez de manifestarles hostilidad, les hubieran hecho favores. Pero los israelitas no obraron inmediatamente según la palabra de Dios, y mientras se quejaban y murmuraban, pasó la oportunidad preciosa. Cuando por último estuvieron dispuestos a presentar su petición al rey, recibieron una negativa. Desde que salieron de Egipto, Satanás estuvo empeñado en poner obstáculos y tentaciones en su camino, para que no llegaran a heredar la tierra de Canaán. Y por su propia incredulidad le habían permitido varias veces que resistiese a los propósitos de Dios. Es importante creer en la palabra de Dios y actuar de acuerdo a ella en seguida, mientras los ángeles están esperando para obrar en nuestro favor. Los ángeles malos están siempre listos para disputar todo paso hacia adelante. Y cuando la providencia de Dios manda a sus hijos que avancen, cuando él está dispuesto a hacer grandes cosas para ellos, Satanás los tienta a que desagraden al Señor por su vacilación y tardanza; trata de encender un espíritu de contienda y de despertar murmuraciones o incredulidad, a fin de privarlos de las bendiciones que Dios desea otorgarles. Los siervos de Dios deben ser como milicianos, siempre dispuestos a avanzar tan pronto como su providencia les abra el camino. Cualquier tardanza que haya de su parte da tiempo a que Satanás obre para derrotarlos.

En las instrucciones que se le dieron primeramente a Moisés tocante al paso de los israelitas por Edom, después de declarar que los edomitas les tendrían temor, el Señor prohibió a su pueblo que se valiera de esta ventaja. No debían los hebreos saquear a Edom por el hecho de que los favorecía el poder de Dios y de que los temores de los edomitas hacían de ellos una presa fácil. El mandamiento que se les dio fue: "Vosotros guardaos mucho: no os metáis con ellos; que no os daré de su tierra ni aun la holladura de la planta de un pie; porque yo he dado por heredad a Esaú el monte de Seír." (Deut. 2: 4, 5.) Los edomitas eran descendientes de Abrahán e Isaac, y por amor a estos siervos suyos, Dios había sido favorable a los hijos de Esaú. Les había dado el monte de Seír como posesión, y no se los había de perturbar a menos que por sus pecados se colocaran fuera del alcance de su misericordia. Los hebreos habían de desposeer y destruir totalmente a los habitantes de Canaán, que habían colmado la medida de sus iniquidades; pero los edomitas vivían todavía su tiempo de gracia, por lo cual debían ser tratados misericordiosamente. Dios se complace en la misericordia y manifiesta su compasión antes de aplicar sus juicios. Enseñó a los israelitas a pasar sin hacer daño a Edom, antes de exigirles que destruyeran a los habitantes de Canaán.

Los antepasados de Edom y de Israel eran hermanos, y debieran haber reinado entre ellos la bondad y la cortesía fraternal. Se les prohibió a los israelitas que vengaran entonces o en cualquier momento futuro, la afrenta que se les había hecho al negarles el paso por la tierra. No debían contar con poseer parte alguna de la tierra de Edom. Aunque los israelitas eran el pueblo escogido y favorecido de Dios, debían obedecer todas las restricciones que él les imponía. Dios les había prometido una buena herencia; pero no habían de creer por eso que ellos eran los únicos que tenían derechos en la tierra, ni tratar de expulsar a todos los demás. Se les ordenó que al tratar con los edomitas no les hiciesen injusticia. Habían de comerciar con ellos, comprarles lo que necesitaran y pagar puntualmente por todo lo que recibieran. Como aliciente para que Israel confiara en Dios y obedeciera a su palabra, se le recordó: "Jehová tu Dios te ha bendecido en toda obra de tus manos, . . .y ninguna cosa te ha faltado." (Deut. 2: 7.) Israel no dependía de los edomitas, pues tenia un Dios rico y abundante en recursos. Nada debía procurar de ellos por la fuerza o el fraude, sino que más bien en todas sus relaciones debía poner en práctica este principio de la ley divina: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo."

Si los hebreos hubiesen cruzado Edom como Dios se había propuesto, su paso habría resultado en una bendición, no sólo para ellos, sino también para los habitantes de la tierra; pues les habría permitido conocer al pueblo de Dios y su culto, y ver cómo el Dios de Jacob había prosperado a los que le amaban y le temían. Pero la incredulidad de Israel había impedido todo esto. Dios le había dado al pueblo agua en contestación a sus clamores, pero hubo de dejar que de su incredulidad proviniera su castigo. Nuevamente debían cruzar el desierto y saciar su sed en la fuente milagrosa que no habrían necesitado más si tan sólo hubieran confiado en él.
Las huestes de Israel se encaminaron, pues, nuevamente hacia el sur por tierras estériles, que les parecían aún más áridas después de haber obtenido vislumbres de los campos verdes entre las colinas y los valles de Edom. En la sierra que domina este sombrío desierto, se levanta el monte Hor, en cuya cima había de morir y ser sepultado Aarón. Cuando los israelitas llegaron a este monte, recibió Moisés la siguiente orden divina:"Toma a Aarón y a Eleazar su hijo, y hazlos subir al monte de Hor, y haz desnudar a Aarón sus vestidos, y viste de ellos a Eleazar su hijo; porque Aarón será reunido a sus pueblos, y allí morirá." (Núm. 20: 22-29.)

Juntos los dos ancianos, acompañados del hombre más joven, ascendieron trabajosamente a la cumbre del monte. La cabeza de Moisés y de Aarón estaban ya blancas con la nieve de ciento veinte inviernos. Su vida larga y llena de acontecimientos se había distinguido por las pruebas más profundas y los mayores honores que jamás le hayan tocado en suerte a ser humano alguno. Eran hombres de gran capacidad natural, y todas sus facultades habían sido desarrolladas, exaltadas y dignificadas por su comunión constante con el Infinito. Habían dedicado toda su vida a trabajar desinteresadamente para Dios y sus semejantes, sus semblantes daban evidencia de mucho poder intelectual, firmeza, nobleza de propósitos y fuertes afectos.

Durante muchos años, Moisés y Aarón habían caminado juntos, ayudándose mutuamente en sus cuidados y en sus labores. Juntos habían arrostrado innumerables peligros, y habían compartido la señalada bendición de Dios; pero ya había llegado la hora en que debían separarse. Marchaban lentamente, pues cada momento que pasaban en su compañía mutua les resultaba sumamente precioso. El ascenso era escarpado y penoso; y durante sus frecuentes paradas para descansar, conversaban en perfecta comunión acerca del pasado y del futuro. Ante ellos, hasta donde se perdía la vista, se extendía el escenario de su peregrinación por el desierto. Abajo, en la llanura, acampaban los vastos ejércitos de Israel, a los cuales estos hombres escogidos habían dedicado la mejor parte de su vida; por cuyo bienestar habían sentido tan profundo interés y habían hecho tan grandes sacrificios. En algún sitio más allá de las montañas de Edom, estaba la senda que conducía a la tierra prometida, aquella tierra de cuyas bendiciones Moisés y Aarón no gozarían. Ningún sentimiento rebelde había en su corazón. Ninguna murmuración salió de sus labios, aunque una tristeza solemne embargó sus semblantes cuando recordaron lo que les impedía llegar a la herencia de sus padres.

La obra de Aarón en favor de Israel había terminado. Cuarenta años antes, a la edad de ochenta y tres años, Dios le había llamado para que se uniera a Moisés en su grande e importante misión. Había cooperado con su hermano en la obra de sacar a los hijos de Israel de Egipto. Había sostenido las manos del gran jefe cuando los ejércitos hebreos luchaban denodadamente con Amalec. Se le había permitido ascender al monte Sinaí, aproximarse a la presencia de Dios y contemplar la divina gloria . El Señor había conferido el sacerdocio a la familia de Aarón, y le había honrado con la santa consagración de sumo sacerdote. Le había mantenido en su santo cargo mediante las pavorosas manifestaciones del juicio divino en la destrucción de Coré y su grupo. Gracias a la intercesión de Aarón se detuvo la plaga. Cuando sus dos hijos fueron muertos por haber desacatado el expreso mandamiento de Dios, él no se rebeló ni siquiera murmuró. No obstante, la foja de servicios de su vida noble había sido manchada. Aarón cometió un grave pecado cuando cedió a los clamores del pueblo e hizo el becerro de oro en el Sinaí; y otra vez cuando se unió a María en un arrebato de envidia y murmuración contra Moisés. Y junto con Moisés ofendió al Señor en Cades cuando violaron la orden de hablar a la roca para que diese agua.

Dios quería que estos grandes caudillos de su pueblo representasen a Cristo. Aarón llevaba el nombre de Israel en su pecho. Comunicaba al pueblo la voluntad de Dios. Entraba al lugar santísimo el día de la expiación, "no sin sangre," como mediador en pro de todo Israel. De esa obra pasaba a bendecir a la congregación, como Cristo vendrá a bendecir a su pueblo que le espera, cuando termine la obra expiatoria que está haciendo en su favor. El exaltado carácter de aquel santo cargo como representante de nuestro gran Sumo Sacerdote, fue lo que hizo tan grave el pecado de Aarón en Cades.

Con profunda tristeza, Moisés despojó a Aarón de sus santas vestiduras y se las puso a Eleazar, quien llegó a ser así sucesor de su padre por nombramiento divino. A causa del pecado que cometió en Cades, se le negó a Aarón el privilegio de oficiar como sumo sacerdote de Dios en Canaán, de ofrecer el primer sacrificio en la buena tierra, y de consagrar así la herencia de Israel. Moisés había de continuar llevando su carga de conducir al pueblo hasta los mismos límites de Canaán. Había de llegar a ver la tierra prometida, pero no había de entrar en ella. Si estos siervos de Dios, cuando estaban frente a la roca de Cades, hubieran soportado sin murmuración alguna la prueba a que allí se los sometió, ¡cuán diferente habría sido su futuro! Jamás puede deshacerse una mala acción. Puede suceder que el trabajo de toda una vida no recobre lo que se perdió en un solo momento de tentación o aun de negligencia.

El hecho de que faltaran del campamento los dos grandes jefes, y de que los acompañara Eleazar, quien, como era bien sabido, había de ser el sucesor de Aarón en el santo cargo, despertó un sentimiento de aprensión; y se aguardó con ansiedad el regreso de ellos. Cuando uno miraba en derredor suyo en aquella enorme congregación, veía que casi todos los adultos que salieron de Egipto habían perecido en el desierto. Un presentimiento tenebroso embargó a todos cuando recordaron la sentencia pronunciada contra Moisés y Aarón. Algunos estaban al tanto del objeto de aquel viaje misterioso a la cima del monte Hor, y su preocupación por sus jefes era intensificada por los amargos recuerdos y las acusaciones que se dirigían a sí mismos.

Por fin, columbraron las siluetas de Moisés y Eleazar, que descendían lentamente por la ladera del monte; pero Aarón no los acompañaba. Eleazar tenía puestas las vestiduras sacerdotales y ello mostraba que había sucedido a su padre en el santo cargo. Cuando el pueblo, con pesadumbre en el corazón, se congregó alrededor de su jefe, Moisés explicó que Aarón había muerto en sus brazos en el monte Hor, y que allá se le había dado sepultura. La congregación prorrumpió en llanto y en lamentación, pues todos amaban de corazón a Aarón, aunque tan a menudo le habían causado dolor. "Hiciéronle duelo por treinta días todas las familias de Israel." (Núm. 20: 29.)

Con respecto al entierro del sumo sacerdote de Israel las Escrituras relatan sencillamente: "Allí murió Aarón, y allí fue sepultado." (Deut. 10: 6.) ¡Qué contraste tan notable hay entre este entierro, llevado a cabo de conformidad al mandamiento expreso de Dios, con los que se acostumbran hoy día! En los tiempos modernos las exequias de un hombre que ocupó una posición elevada son a menudo motivo de demostraciones pomposas y extravagantes. Cuando murió Aarón, uno de los hombres más ilustres que alguna vez hayan vivido, presenciaron su muerte y asistieron a su entierro solamente dos de sus deudos más cercanos. Y aquella tumba solitaria en la cumbre de Hor quedó vedada para siempre a los ojos de Israel. No se honra a Dios en las grandes demostraciones que se hacen a veces a los muertos y en los gastos extravagantes en que se incurre para devolver sus cuerpos al polvo.

Toda la congregación lloró a Aarón, pero nadie pudo sentir la pérdida tan agudamente como Moisés. La muerte de Aarón recordaba vigorosamente a Moisés que su propio fin se aproximaba; pero por corto que fuera el tiempo que aun le tocara permanecer en la tierra, sentía profundamente la pérdida de su constante compañero, del que por tantos largos años había compartido sus gozos y sus tristezas, sus esperanzas y sus temores. Moisés debía ahora continuar la obra solo; pero sabía que Dios era su amigo, y en él se apoyó tanto más.

Poco tiempo después de dejar el monte de Hor, los israelitas sufrieron una derrota en el combate que sostuvieron contra Arad, uno de los reyes cananeos. Pero como pidieron fervientemente la ayuda de Dios, se les otorgó el apoyo divino, y sus enemigos fueron derrotados. La victoria, en vez de inspirarles gratitud e inducirles a reconocer cuánto dependían de Dios, los volvió jactanciosos y seguros de sí mismos. Pronto se entregaron de nuevo a su viejo hábito de murmurar. Estaban ahora descontentos porque no se había permitido a los ejércitos de Israel que avanzaran sobre Canaán inmediatamente después de su rebelión al oír el informe de los espías, casi cuarenta años antes. Consideraban su larga estada en el desierto como una tardanza innecesaria y argüían que habrían podido vencer a sus enemigos tan fácilmente antes como ahora.

Mientras continuaban su viaje hacia el sur, hubieron de pasar por un valle ardiente y arenoso, sin sombra ni vegetación. El camino parecía largo y trabajoso, y sufrían de cansancio y de sed. Nuevamente no pudieron soportar la prueba de su fe y paciencia. Al pensar a todas horas sólo en la fase triste y tenebrosa de cuanto experimentaban, se fueron separando más y más de Dios. Perdieron de vista el hecho de que si no hubieran murmurado cuando el agua dejó de fluir en Cades, Dios les habría evitado el viaje alrededor de Edom. Dios les deseaba cosas mejores. Debieran haber llenado su corazón de gratitud hacia él porque les había infligido tan ligero castigo por su pecado. En vez de hacerlo, se jactaron diciendo que si Dios y Moisés no hubiesen intervenido, ahora estarían en posesión de la tierra prometida. Después de acarrearse dificultades que les hicieron la suerte mucho más difícil de lo que Dios se había propuesto, le culparon a él de todas sus desgracias. Sintieron amargura con respecto al trato de Dios con ellos, y por último, sintieron descontento por todo. Egipto les parecía más halagüeño y deseable que la libertad y la tierra a la cual Dios les conducía.

Cuando los israelitas daban rienda suelta a su espíritu de descontento, llegaban hasta encontrar faltas en las mismas bendiciones que recibían: "Y habló el pueblo contra Dios y Moisés: ¿Por qué nos hicisteis subir de Egipto para que muramos en este desierto? que ni hay pan, ni agua, y nuestra alma tiene fastidio de este pan tan liviano." (Núm. 21: 5.)

Moisés indicó fielmente al pueblo la magnitud de su pecado. Era tan sólo el poder de Dios lo que les había conservado la vida en el "desierto grande y espantoso, de serpientes ardientes, y de escorpiones, y de sed, donde ningún agua había." (Deut. 8: 15.) Cada día de su peregrinación habían sido guardados por un milagro de la divina misericordia. En toda la ruta en que Dios los había conducido, habían encontrado agua para los sedientos, pan del cielo que les mitigara el hambre, y paz y seguridad bajo la sombra de la nube de día y el resplandor de la columna de fuego de noche. Los ángeles les habían asistido mientras subían las alturas rocosas o transitaban por los ásperos senderos del desierto. No obstante las penurias que habían soportado, no había una sola persona débil en todas sus filas. Los pies no se les habían hinchado en sus largos viajes, ni sus ropas habían envejecido. Dios había subyugado y dominado ante su paso las fieras y los reptiles ponzoñosos del bosque y del desierto. Si a pesar de todos estos notables indicios de su amor el pueblo continuaba quejándose, el Señor iba a retirarle su protección hasta cuando llegara a apreciar su misericordioso cuidado y se volviera hacia él, arrepentido y humillado.
Porque había estado escudado por el poder divino, Israel no se había dado cuenta de los innumerables peligros que lo habían rodeado continuamente. En su ingratitud e incredulidad había declarado que deseaba la muerte, y ahora el Señor permitió que la muerte le sobreviniera. Las serpientes venenosas que pululaban en el desierto eran llamadas serpientes ardientes a causa de los terribles efectos de su mordedura, pues producía una inflamación violenta y la muerte al poco rato. Cuando la mano protectora de Dios se apartó de Israel, muchísimas personas fueron atacadas por estos reptiles venenosos.

Hubo entonces terror y confusión en todo el campamento. En casi todas las tiendas había muertos o moribundos. Nadie estaba seguro. A menudo rasgaban el silencio de la noche gritos penetrantes que anunciaban nuevas víctimas. Todos estaban atareados para asistir a los dolientes, o con cuidado angustioso trataban de proteger a los que aun no habían sido heridos. Ninguna murmuración salía ahora de sus labios. Cuando comparaban sus dificultades y pruebas anteriores con los sufrimientos por los cuales estaban pasando ahora, aquéllas les parecían baladíes.

El pueblo se humilló entonces ante Dios. Muchos se acercaron a Moisés para hacerle sus confesiones y súplicas. "Pecado hemos -dijeron- por haber hablado contra Jehová, y contra ti." (Núm. 21: 7-9.) Poco antes le habían acusado de ser su peor enemigo, la causa de todas sus angustias y aflicciones. Pero aun antes que las palabras dejaran sus labios, sabían perfectamente que los cargos eran falsos; y tan pronto como llegaron las verdaderas dificultades, corrieron hacia él como a la única persona que podía interceder ante Dios por ellos.

"Ruega a Jehová -clamaron- que quite de nosotros estas serpientes."

Dios le ordenó a Moisés que hiciese una serpiente de bronce semejante a las vivas, y que la levantara ante el pueblo. Todos los que habían sido picados habían de mirarla y encontrarían alivio. Hizo lo que se le había mandado, y por todo el campamento cundió la grata noticia de que todos los que habían sido mordidos podían mirar la serpiente de bronce, y vivir. Muchos habían muerto ya, y cuando Moisés hizo levantar la serpiente en un poste, hubo quienes se negaron a creer que con sólo mirar aquella imagen metálica se iban a curar. Estos perecieron en la incredulidad. No obstante, hubo muchos que tuvieron fe en lo provisto por Dios. Padres, madres, hermanos y hermanas se dedicaban afanosamente a ayudar a sus deudos dolientes y moribundos a fijar los ojos lánguidos en la serpiente. Si ellos, aunque desfallecientes y moribundos, podían mirarla una vez, se restablecían por completo.

La gente sabía perfectamente que en aquella serpiente de bronce no había poder alguno para ocasionar un cambio tal en los que la miraban. La virtud curativa venía únicamente de Dios. En su sabiduría eligió esta manera de manifestar su poder. Mediante este procedimiento sencillo se le hizo comprender al pueblo que esta calamidad le había sobrecogido como consecuencia directa de sus pecados. También se le aseguró que mientras obedecieran a Dios no tenían motivo de temor; pues él los preservaría de todo mal.

El alzamiento de la serpiente de bronce tenla por objeto enseñar una lección importante a los israelitas. No podían salvarse del efecto fatal del veneno que había en sus heridas. Solamente Dios podía curarlos. Se les pedía, sin embargo, que demostraran su fe en lo provisto por Dios. Debían mirar para vivir. Su fe era lo aceptable para Dios, y la demostraban mirando la serpiente. Sabían que no había virtud en la serpiente misma, sino que era un símbolo de Cristo; y se les inculcaba así la necesidad de tener fe en los méritos de él. Hasta entonces muchos habían llevado sus ofrendas a Dios, creyendo que con ello expiaban ampliamente sus pecados. No dependían del Redentor que había de venir, de quien estas ofrendas y sacrificios no eran sino una figura o sombra. El Señor quería enseñarles ahora que en sí mismos sus sacrificios no tenían más poder ni virtud que la serpiente de bronce, sino que, como ella, estaban destinados a dirigir su espíritu a Cristo, el gran sacrificio propiciatorio.

"Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado; para que todo aquel que en él creyere, no se pierda, sino que tenga vida eterna." (Juan 3: 14, 15.) Todos los que hayan existido alguna vez en la tierra han sentido la mordedura mortal de "la serpiente antigua, que se llama Diablo y Satanás." (Apoc. 12: 9.) Los efectos fatales del pecado pueden eliminarse tan sólo mediante lo provisto por Dios. Los israelitas salvaban su vida mirando la serpiente levantada en el desierto. Aquella mirada implicaba fe. Vivían porque creían la palabra de Dios, y confiaban en los medios provistos para su restablecimiento. Así también puede el pecador mirar a Cristo, y vivir. Recibe el perdón por medio de la fe en el sacrificio expiatorio. En contraste con el símbolo inerte e inanimado, Cristo tiene poder y virtud en sí para curar al pecador arrepentido.

Aunque el pecador no puede salvarse a sí mismo, tiene sin embargo algo que hacer para conseguir la salvación. "Al que a mí viene, no le echo fuera." (Juan 6: 37.) Pero debemos ir a él; y cuando nos arrepentimos de nuestros pecados, debemos creer que nos acepta y nos perdona. La fe es el don de Dios, pero el poder para ejercitarla es nuestro. La fe es la mano de la cual se vale el alma para asir los ofrecimientos divinos de gracia y misericordia.

Nada excepto la justicia de Cristo puede hacernos merecedores de una sola de las bendiciones del pacto de la gracia. Muchos son los que durante largo plazo han deseado obtener estas bendiciones, pero no las han recibido, porque han creído que podían hacer algo para hacerse dignos de ellas. No apartaron las miradas de sí mismos ni creyeron que Jesús es un Salvador absoluto. No debemos pensar que nuestros propios méritos nos han de salvar; Cristo es nuestra única esperanza de salvación. "Y en ningún otro hay salud; porque no hay otro nombre debajo del cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos." (Hech. 4: 12.)

Cuando confiamos plenamente en Dios, cuando dependemos de los méritos de Jesús como Salvador que perdona los pecados, recibimos toda la ayuda que podamos desear. Nadie mire a sí mismo, como si tuviera poder para salvarse. Precisamente porque no podíamos salvarnos, Jesús murió por nosotros. En él se cifra nuestra esperanza, nuestra justificación y nuestra justicia. Cuando vemos nuestra naturaleza pecaminosa, no debemos abatirnos ni temer que no tenemos Salvador, ni dudar de su misericordia hacia nosotros. En ese mismo momento, nos invita a ir a él con nuestra debilidad, y ser salvos.

Muchos de los israelitas no vieron ayuda en el remedio que el Cielo había designado. Por todas partes, los rodeaban los muertos y moribundos, y sabían que, sin la ayuda divina, su propia suerte estaba sellada; pero continuaban lamentándose y quejándose de sus heridas, de sus dolores, de su muerte segura hasta que sus fuerzas se agotaron, hasta que los ojos se les pusieron vidriosos, cuando podían haber sido curados instantáneamente. Si conocemos nuestras necesidades, no debemos dedicar todas nuestras fuerzas a lamentarnos acerca de ellas. Aunque nos demos cuenta de nuestra condición impotente sin Cristo, no debemos ceder al desaliento, sino depender de los méritos del Salvador crucificado y resucitado. Miremos y viviremos. Jesús ha empeñado su palabra; salvará a todos los que acudan a él. Aunque muchos millones de los que necesitan curación rechazarán la misericordia que les ofrece, a ninguno de los que confían en sus méritos lo dejará perecer.

Muchos no quieren aceptar a Cristo antes que todo el misterio del plan de la redención les resulte claro. Se niegan a mirar con fe, a pesar de que ven que miles han mirado a la cruz de Cristo y sentido la eficacia de esa mirada. Muchos andan errantes, por los intrincados laberintos de la filosofía, en busca de razones y evidencias que jamás encontrarán, mientras que rechazan la evidencia que Dios ha tenido a bien darles. Se niegan a caminar en la luz del Sol de Justicia, hasta que se les explique la razón de su resplandor. Todos los que insistan en seguir este camino dejarán de llegar al conocimiento de la verdad. Jamás eliminará Dios todos los motivos de duda. Da suficiente evidencia en que basar la fe, y si esta evidencia note acepta, la mente es dejada en tinieblas. Si los que eran mordidos por las serpientes se hubieran detenido a dudar y deliberar antes de consentir en mirar, habrían perecido. Es nuestro deber primordial mirar; y la mirada de la fe nos dará vida.

CAPÍTULO 39. La Conquista de Basán

DESPUÉS de rodear a Edom por el sur, los israelitas se volvieron hacia el norte y otra vez se dirigieron hacia la tierra prometida. Su camino pasaba ahora por una alta y vasta llanura refrescada por las brisas vivificantes de las colinas. Fue un cambio grato después del valle árido y calcinante por el cual habían viajado, así que avanzaban llenos de ánimo y esperanza. Habiendo atravesado el arroyo de Zered, pasaron al oriente de la tierra de Moab; pues se les había dado la orden: "No molestes a Moab, ni te empeñes con ellos en guerra, que no te daré posesión de su tierra; porque yo he dado a Ar por heredad a los hijos de Lot." (Véase Deuteronomio 2.) Y se les repitió la misma orden con respecto a los amonitas que eran también descendientes de Lot.

Continuando hacia el norte, los ejércitos de Israel llegaron pronto a la tierra de los amorreos. Este pueblo fuerte y guerrero ocupaba originalmente la parte meridional de la tierra de Canaán, pero al aumentar en número, cruzaron el jordán, guerrearon con los moabitas y les quitaron una parte de su territorio. Allí se establecieron, y dominaban sin oposición toda la tierra desde el Arnón hasta el Jaboc en el norte. El camino que los israelitas deseaban seguir para ir al Jordán pasaba directamente por ese territorio, y Moisés le envió un mensaje amistoso a Sehón, rey de los amorreos, en su capital: "Pasaré por tu tierra por el camino: por el camino iré, sin apartarme a diestra ni a siniestra: la comida me venderás por dinero, y comeré: el agua también me darás por dinero, y beberé: solamente pasaré a pie." La contestación fue una negativa terminante, y todos los ejércitos de los amorreos fueron convocados para oponerse al paso de los invasores. Este ejército formidable aterrorizó a los israelitas que distaban mucho de estar preparados para sostener un encuentro con fuerzas bien pertrechadas y disciplinadas. Los enemigos le aventajaban ciertamente en habilidad guerrera, y a juzgar por las apariencias humanas, pronto acabarían con él.

Pero Moisés mantuvo fija la mirada en la columna de nube, y alentó al pueblo con el pensamiento de que la señal de la presencia de Dios estaba aun con ellos. Al mismo tiempo les mandó que hicieran todos los esfuerzos humanos posibles a fin de prepararse para la guerra. Sus enemigos estaban ansiosos de librar batalla, en la seguridad de que raerían de la tierra a los israelitas mal preparados. Pero el jefe de Israel había recibido la orden del Dueño de todas las tierras: "Levantaos, partid, y pasad el arroyo Arnón: he aquí he dado en tu mano a Sehón rey de Hesbón, Amorrheo, y a su tierra: comienza a tomar posesión, y empéñate con él en guerra. Hoy comenzaré a poner tu miedo y tu espanto sobre los pueblos debajo de todo el cielo; los cuales oirán tu fama, y temblarán, y angustiarse han delante de ti."

Estas naciones que estaban situadas en los confines de Canaán se habrían salvado si no se hubieran opuesto al progreso de Israel en desafío de la palabra de Dios. El Señor se había mostrado longánime, sumamente bondadoso, tierno y compasivo, aun hacia esos pueblos paganos. Cuando en visión se le mostró a Abrahán que su posteridad, los hijos de Israel, serían extranjeros en tierra ajena durante cuatrocientos años, el Señor le prometió: "En la cuarta generación volverán acá porque aun no está cumplida la maldad del Amorrheo hasta aquí." (Gén. 15: 16.)

Aunque los amorreos eran idólatras que por su gran iniquidad habían perdido todo derecho a la vida, Dios los toleró cuatrocientos años para darles pruebas inequívocas de que él era el único Dios verdadero, el Hacedor de los cielos y la tierra. Ellos conocían todas las maravillas que Dios había realizado al sacar de Egipto a los israelitas. Les dio suficiente evidencia; y podrían haber conocido la verdad, si hubieran querido apartarse de su idolatría y de su vida licenciosa. Pero rechazaron la luz, y se aferraron a sus ídolos.

Cuando Dios condujo a su pueblo por segunda vez a la frontera de Canaán, proporcionó evidencias adicionales de su poder a aquellas naciones paganas. Vieron que Dios había estado con Israel en la victoria que obtuvo sobre los ejércitos del rey Arad y de los cananeos, y en el milagro obrado para salvar a los que perecían por las mordeduras de las serpientes. Aunque se les había negado el permiso de pasar por la tierra de Edom, y por ello se habían visto obligados a tomar la ruta larga y difícil a orillas del mar Rojo, los israelitas no habían manifestado hostilidad en todos sus viajes y campamentos frente a las tierras de Edom, de Moab y de Amón, ni habían hecho daño alguno a la gente o a sus propiedades. Al llegar a la frontera de los amorreos, Israel había solicitado permiso para atravesar directamente el país, prometiendo que observaría las mismas reglas que habían regido su trato con otras naciones. Cuando el rey amorreo rehusó lo pedido con cortesía, y en señal de desafío congregó a sus ejércitos para la batalla, se colmó la copa de la iniquidad de ese pueblo, y ahora Dios iba a ejercer su poder para derrocarlo.

Los israelitas cruzaron el río Arnón, y avanzaron sobre el enemigo. Se libró un combate, en el cual los ejércitos de Israel salieron victoriosos, y aprovechando la ventaja obtenida estuvieron pronto en posesión de la tierra de los amorreos. Fue el Capitán de los ejércitos del Señor el que venció a los enemigos de su pueblo; y habría hecho lo mismo treinta y ocho años antes, si Israel hubiera confiado en él.

Henchidos de esperanza y ánimo, los ejércitos de Israel avanzaron con ardor y, siguiendo hacia el norte, pronto llegaron a una tierra que podía probar muy bien su valor y su fe en Dios. Ante ellos se extendía el reino de Basán, poderoso y muy poblado, lleno de ciudades de piedra que hasta hoy inspiran asombro al mundo, "sesenta ciudades . . . fortalecidas con alto muro, con puertas y barras; sin otras muy muchas ciudades sin muro." (Véase Deut. 3: 1-11.) Las casas se habían construido con enormes piedras negras, de dimensiones tan estupendas que hacían los edificios absolutamente inexpugnables para cualquier ejército que en aquellos tiempos los pudiera atacar. Era un país lleno de cavernas salvajes, altos precipicios, simas abiertas y rocas escarpadas. Los habitantes de esa tierra, descendientes de una raza de gigantes, eran ellos mismos de fuerza y tamaño asombrosos, y tanto se distinguían por su violencia y su crueldad, que aterrorizaban a las naciones circunvecinas; mientras que Og, rey del país, se destacaba por su tamaño y sus proezas, aun en una nación de gigantes.

Pero la columna de nube avanzaba y, guiados por ella, los ejércitos hebreos llegaron hasta Edrei, donde los esperaba el gigante, con sus ejércitos. Og había escogido hábilmente el sitio de la batalla. La ciudad de Edrei estaba situada en la orilla de una meseta cubierta de rocas volcánicas y desgarradas que se levantaba abruptamente de la planicie. Sólo podía llegarse a la ciudad por desfiladeros angostos y escarpados. En caso de ser derrotadas, sus fuerzas podrían encontrar en aquel desierto de rocas un refugio donde los extranjeros no podrían perseguirlas.

Seguro de su éxito, el rey salió con su enorme ejército a la llanura abierta; mientras que se oían los alaridos desafiantes que partían de la meseta superior, donde se podían ver las lanzas de millares deseosos de entrar en liza. Cuando los hebreos miraron la forma alta de aquel gigante de gigantes que sobrepasaba a los soldados de, su ejército, cuando vieron los ejércitos que le rodeaban y divisaron la fortaleza aparentemente inexpugnable, detrás de la cual miles de soldados invisibles estaban atrincherados, muchos corazones de Israel temblaron de miedo. Pero Moisés estaba sereno y firme; el Señor había dicho con respecto al rey de Basán- "No tengas temor de él, porque en tu mano he entregado a él y a todo su pueblo, y su tierra: y harás con él como hiciste con Sehón rey Amorrheo, que habitaba en Hesbón." (Deut. 3: 2.)

La fe serena de su jefe inspiraba al pueblo a tener confianza en Dios. Lo entregaron todo a su brazo omnipotente, y él no les faltó. Ni los poderosos gigantes, ni las ciudades amuralladas, ni tampoco los ejércitos armados y las fortalezas escarpadas podían subsistir ante el Capitán de la hueste de Jehová. El Señor conducía al ejército; el Señor desconcertó al enemigo; y obtuvo la victoria para Israel. El gigantesco rey y su ejército fueron destruidos; y los israelitas no tardaron en poseer toda la región. Así se borró de la faz de la tierra esa gente extraña, que se había entregado a la iniquidad y a la idolatría abominable.

En la conquista de Galaad y de Basán hubo muchos que recordaron los acontecimientos que, casi cuarenta años antes, habían condenado a Israel, en Cades, a una larga peregrinación por el desierto. Veían que el informe de los espías tocante a la tierra prometido era correcto en muchos sentidos. Las ciudades estaban amuralladas y eran muy grandes, y las habitaban gigantes, frente a los cuales los hebreos no eran sino pigmeos. Pero podían ver ahora que el error fatal de sus padres había consistido en desconfiar del poder de Dios. Únicamente esto les había impedido entrar en seguida en la hermosa tierra.

La primera vez que se prepararon para entrar en Canaán eran menos que ahora las dificultades que acompañaban la empresa. Dios había prometido a su pueblo que si le obedecía y oía su voz, iría delante de él y palearía por él; y que también enviaría avispones para ahuyentar a los habitantes de la tierra. En general, los temores de las naciones no se habían despertado, y ellas habían hecho pocos preparativos para oponerse al progreso de Israel. Pero cuando el Señor le ordenó ahora que avanzara lo tuvo que hacer contra enemigos poderosos y alertados, de modo que hubo de luchar con ejércitos grandes y bien preparados para oponerse a su paso.

En sus luchas con Og y Sehón, el pueblo se vio sometido a la misma prueba bajo la cual sus padres habían fracasado tan señaladamente. Pero la prueba era ahora mucho más severa que cuando Dios ordenó a los hijos de Israel que avanzaran. Las dificultades del camino habían aumentado desde que ellos rehusaron avanzar cuando se les mandó hacerlo en el nombre del Señor. Es así cómo Dios prueba aun ahora a sus hijos. Si no soportan la prueba, los lleva al mismo punto, y la segunda vez la prueba será más estrecha y severa que la anterior. Esto continúa hasta que soportan la prueba, o, si todavía son rebeldes, Dios les retira su luz, y los deja en tinieblas.

Los hebreos recordaban ahora cómo anteriormente, cuando sus fuerzas habían salido a luchar, fueron derrotadas y miles perecieron. Pero en aquel entonces habían salido a luchar en abierta oposición al mandamiento de Dios. Habían salido sin Moisés, el jefe nombrado por Dios, sin la columna de nube, símbolo de la presencia divina, y sin el arca. Pero ahora Moisés estaba con ellos, y fortalecía sus corazones con palabras de esperanza y fe; el Hijo de Dios, rodeado por la columna de nube, les mostraba el camino; y el arca santa acompañaba al ejército. Todo esto encierra una lección para nosotros. El poderoso Dios de Israel es nuestro Dios. En él podemos confiar, y si obedecemos sus requerimientos, obrará por nosotros tan señaladamente como lo hizo por su antiguo pueblo. Todo el que procure seguir el camino del deber se verá a veces asaltado por la duda e incredulidad. El camino estará a veces tan obstruido por obstáculos aparentemente insuperables, que ello podrá descorazonar a los que cedan al desaliento; pero Dios les dice: Seguid adelante. Cumplid vuestro deber cueste lo que costare. Las dificultades de aspecto tan formidable, que llenan vuestra alma de espanto, se desvanecerán a medida que, confiando humildemente en Dios, avancéis por el sendero de la obediencia.


Guía de Estudio de la Biblia: Un pueblo en marcha: El libro de Números / Notas de Elena de White.

Periodo: Trimestre Octubre-Diciembre de 2009
Autor: Frank B. Holbrook. B.D., M.Th. Teólogo adventista ya desaparecido. De 1981 a 1990, fue director asociado del Instituto de Investigación Bíblica de la Conferencia General de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, Silver Spring, Maryland. También fue Profesor de Religión de la hoy Southern Adventist University.
Editor: Clifford Goldstein

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