sábado, 17 de enero de 2009

Lección 2: El don profético / Notas de Elena de White

Sábado 3


En medio de la solemne majestad de la soledad de las montañas, Moisés se encontró solo con Dios. Por todas partes estaba escrito el nombre del Creador. Moisés parecía hallarse en su presencia, bajo la sombra de su poder. Allí desapareció su engreimiento. En presencia del Ser Infinito se dio cuenta de lo débil, deficiente y corto de visión que es el hombre.

Allí obtuvo Moisés lo que lo acompañó durante los años de su vida llena de trabajos y cuidados: el sentimiento de la presencia personal del Ser Divino. No sólo vio a través de los siglos que Cristo sería manifestado en la carne; vio a Cristo acompañando a las huestes de Israel en todos sus viajes. Cuando era mal comprendido o se tergiversaba lo que él decía, cuando tenía que aguantar reproches e insultos, hacer frente al peligro y la muerte, podría soportarlo "porque se sostuvo como viendo al Invisible".

Moisés no sólo pensaba en Dios, sino que lo veía. Dios era la visión constante que tenía delante de sí. Nunca perdía de vista su rostro.

Para Moisés la fe no era una conjetura, sino una realidad. Creía que Dios regía su vida en particular, y lo reconocía en todos sus detalles. Confiaba en él a fin de obtener fuerza para resistir todas las tentaciones (La educación, p. 63).

Patriarca y Profeta.
Domingo 4

Dios llamó a Abrahán, le prosperó y le honró; y la fidelidad del patriarca fue una luz para la gente de todos los países donde habitó. Abrahán no se aisló de quienes lo rodeaban. Mantuvo relaciones amistosas con los reyes de las naciones circundantes, y fue tratado por algunos de ellos con gran respecto; su integridad y desinterés, su valor y benevolencia, representaron el carácter de Dios. A Mesopotamia, a Canaán, a Egipto, hasta los habitantes de Sodoma, el Dios del Cielo se les reveló por medio de su representante (Patriarcas y profetas, p. 384).

Cuando fue llamado a ser sembrador de la semilla de verdad, le fue dicho a Abrahán: "Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré". "Y salió sin saber dónde iba", como portaluz de Dios, para mantener vivo su nombre en la tierra. Él abandonó su país, su hogar, sus parientes, y todos los agradables recuerdos asociados con su vida terrena, para hacerse peregrino y extranjero (Obreros evangélicos, p. 117).

Cristo dijo a los fariseos: "Abrahán vuestro padre se gozó de que había de ver mi día; y lo vio, y se gozó" (S. Juan 8:56). ¿Cómo supo Abrahán de la venida del Redentor? Dios le dio luz acerca del futuro. Se anticipó al tiempo cuando el Salvador vendría a estar tierra con su divinidad velada por la humanidad. Por fe vio al Redentor del mundo viniendo como Dios en la carne. Vio cómo el peso de la culpa era quitado de la humanidad y puesto sobre el sustituto divino (Comentario bíblico adventista, t.1, p. 1106).

El Señor escogió a Abrahán para que cumpliera su voluntad. Se le indicó que abandonara su nación idólatra y se separara de sus familiares. Dios se le había revelado en su juventud y le había dado entendimiento preservándolo de la idolatría. Había planeado hacer de él un ejemplo de fe y verdadera devoción para su pueblo que más tarde viviera sobre la tierra. Su carácter se destacaba por su integridad, su generosidad y su hospitalidad. Imponía respeto puesto que era un poderoso príncipe de su pueblo. Su reverencia y amor a Dios y su estricta obediencia a su voluntad le ganaron el reconocimiento de sus siervos y vecinos. Su piadoso ejemplo y su conducta correcta, junto con las fieles instrucciones que impartía a sus siervos y a toda su familia, los indujo a temer, amar y reverenciar al Dios de Abrahán.

El Señor se le apareció y le prometió que su simiente sería tan numerosa como las estrellas del cielo. También le anunció, mediante la figura del pavor de una gran oscuridad que descendió sobre él, la larga esclavitud de sus descendientes en Egipto (La historia de la redención, p. 77).

El Profeta del Éxodo.
Lunes 5

Ningún hombre podía ver la gloria revelada de Dios y sobrevivir; pero a Moisés se le asegura que él contemplará tanto de la gloria divina como puede soportar su estado mortal actual. Esa mano que hizo el mundo, que sostiene las montañas en sus lugares, toma a este hombre de polvo, este hombre de poderosa fe; y, misericordiosamente, le oculta en la hendedura de la peña, mientras la gloria de Dios y toda su benignidad pasan delante de él. ¿Podemos asombrarnos de que esa magnífica gloria resplandecía en el rostro de Moisés con tanto brillo que la gnete no le podía mirar? La impresión de Dios estaba sobre él, haciéndole aparecer como uno de los resplandecientes ángeles del trono.

Este incidente, y sobre todo la seguridad de que Dios oiría su oración, y de que la presencia divina le acompañaría, eran de más valor para Moisés como caudillo que el saber de Egipto, o todo lo que alcanzara en la ciencia militar. Ningún poder, habilidad o saber terrenales pueden reemplazar la inmediata presencia de Dios. En la historia de Moisés podemos ver cuán íntima comunión con Dios puede gozar el hombre. Para el transgresor es algo terrible caer en las manos del Dios viviente. Pero Moisés no tenía miedo de estar a solar con el Autor de aquella ley que había sido pronunciada con tan pavorosa sublimidad desde el Monte Sinaí; porque su alma estaba en armonía con la voluntad de su Hacedor (Testimonios selectos, t. 3, pp. 384, 385).

Habiendo experimentado todo esto, Moisés oyó la invitación del Cielo a cambiar el cayado del pastor por la vara de mando; a dejar su rebaño de ovejas para encargarse de la dirección de Israel. El mandato divino le encontró desconfiado de sí mismo, torpe de palabra y tímido. Le abrumaba el sentimiento de su incapacidad para ser portavoz de Dios. Pero, poniendo toda su confianza en el Señor, aceptó la obra. La grandeza de su misión puso en ejercicio las mejores facultades de su espíritu. Dios bendijo su pronta obediencia, y Moisés llegó a ser elocuente y dueño de sí mismo, se llenó de esperanza y fue capacitado para la mayor obra que fuera encomendada jamás a hombre alguno.

De él fue escrito: "Y nunca más se levantó profeta en Israel como Moisés, a quien haya conocido Jehová cara a cara" (Deuteronomio 34:10) (El ministerio de curación, pp. 377, 378).

Por causa de esa transgresión, Moisés cayó bajo el dominio de la muerte. Si su vida no hubiera sido malograda por esa única transgresión al no dar gloria a Dios cuando salió agua de la roca, podría haber entrado en la tierra prometida y haber sido trasladado al Cielo sin pasar por la muerte. Pero al siervo de Dios no se le retuvo por largo tiempo en la tumba. Cristo mismo, con los ángeles que había sepultado a Moisés, descendió nuevamente del Cielo para despertar a este santo que dormía y llevarlo, triunfante, a la ciudad de Dios (Signs of the Times, marzo 31, 1881).

Nunca, hasta que se ejemplificaron en el sacrificio de Cristo, se manifestaron la justicia y el amor de Dios más señaladamente que en sus relaciones con Moisés. Dios le vedó la entrada a Canaán para enseñar una lección que nunca debía olvidarse; a saber, que él exige una obediencia estricta y que los hombres deben cuidar de no atribuirse la gloria que pertenece a su Creador. No podía conceder a Moisés lo que pidiera al rogar que le dejara participar en la herencia de Israel; pero no olvidó ni abandonó a su siervo. El Dios del Cielo comprendía los sufrimientos que Moisés había soportado; había observado todos los actos de su fiel servicio a través de los largos años de conflicto y prueba. En la cumbre de Pisga, Dios llamó a Moisés a una herencia infinitamente más gloriosa que la Canaán terrenal (Patriarcas y profetas, p. 512).

Profetas en Israel.
Martes 6

... En las enseñanzas de los profetas, el amor de Dios hacia la raza perdida y el plan que trazó para salvarla quedan claramente revelados. El tema de los mensajeros que Dios envió a su iglesia a través de los siglos transcurridos fue la historia del llamamiento dirigido a Israel, sus éxitos y fracasos, cómo recobró el favor divino, cómo rechazó al Señor de la viña y cómo el plan secular será realizado por un remanente piadoso en favor del cual se cumplirán todas las promesas del pacto (Profetas y reyes, pp. 15, 16).

Los judíos eran el pueblo escogido de Dios, por medio del cual se había propuesto bendecir a todo el género humano. De entre ellos Dios había levantado muchos profetas. Éstos habían predicho el advenimiento de un Redentor que iba a ser rechazado y muerto por aquellos que hubieran debido ser los primeros en reconocerlo como el Prometido.

El profeta Isaías, mirando hacia adelante a través de los siglos y presenciando el rechazamiento de profeta tras profeta y finalmente el del Hijo de Dios, fue inspirado a escribir concerniente a la aceptación del Redentor por aquellos que nunca antes había sido contados entre los hijos de Israel. Refiriéndose a esta profecía, Pablo declara: "E Isaías determinadamente dice: Fui hallado de los que no me buscaban; manifestéme a los que no preguntaban por mí. Mas acerca de Israel dice: Todo el día extendí mis manos a un pueblo rebelde y contradictor" (Los hechos de los apóstoles, p. 301).

Con corazón paternal, Dios soportó a su pueblo. Intercedió con él mediante las misericordias que le concedía y por las que le retiraba. Con paciencia le señaló sus pecados, y esperó que le reconociese. Envió profetas y mensajeros para instar a los labradores a que reconociesen los derechos de su Señor; pero en vez de ser bienvenidos, aquellos hombres de discernimiento y poder espirituales fueron tratados como enemigos. Los labradores los persiguieron y mataron. Dios mandó otros mensajeros, pero recibieron el mismo trato que los primeros, y los labradores fueron aún más resueltos en su saña.

El hecho de que el favor divino le fuera retirado a Israel durante el destierro indujo a muchos a arrepentirse. Sin embargo, después de regresar a la tierra de promisión, el pueblo judío repitió los errores de generaciones anteriores, y se puso en conflicto político con las naciones circundantes. Los profetas a quienes Dios envió para corregir los males prevalecientes, fueron recibidos con la misma suspicacia y el mismo desprecio que había arrostrado los mensajeros de tiempos anteriores, y así, de siglo en siglo, los guardianes de la viña fueron aumentando su culpabilidad (Profetas y reyes, pp. 14, 15).

Dios había preparado en verdad el corazón de los hombres principales de Judá para que encabezaran un decidido movimiento de reforma, a fin de detener la marea de la apostasía. Por medio de sus profetas, había enviado a su pueblo escogido mensaje tras mensaje de súplica ferviente, mensajes que había sido despreciados y rechazados por las diez tribus del reino de Israel, ahora entregadas al enemigo. Pero en Judá quedaba un buen remanente, y a este residuo continuaron dirigiendo sus súplicas los profetas. Oigamos a Isaías instarlo: "Convertíos a aquel contra quien los hijos de Israel profundamente se rebelaron" (Isaías 31:6). Escuchemos a Miqueas declarar con confianza: "Yo empero a Jehová esperaré, esperaré al Dios de mi salud: el Dios mío me oirá. Tú, enemiga mía, no te huelgues de mí: porque aunque caí, he de levantarme; aunque more en tinieblas, Jehová será mi luz. La ira de Jehová soportaré, porque pequé contra él, hasta que juzgue mi causa y haga mi juicio; él me sacará a luz; veré su justicia" (Miqueas 7:7-9).

Estos mensajes y otros parecidos revelaban cuán dispuesto estaba Dios a perdonar y aceptar a aquellos que se tornasen a él con firme propósito en el corazón, y había infundido esperanza a muchas almas desfallecientes durante los años de obscuridad mientras las puertas del templo permanecían cerradas; y al los caudillos una reforma, una multitud del pueblo, cansada del dominio del pecado, se manifestaba lista para responder (Profetas y reyes, p. 247).

Ninguno de los apóstoles o profetas pretendió jamás estar sin pecado. Los hombres que han vivido más cerca de Dios, que han estado dispuestos a sacrificar la vida misma antes que cometer a sabiendas una acción mala, los hombres a los cuales Dios había honrado con luz y poder divinos, han confesado la pecaminosidad de su propia naturaleza. No han puesto su confianza en la carne, no han pretendido tener ninguna justicia propia, sino que han confiado plenamente en la justicia de Cristo. Así harán todos los que contemplen a Cristo (Palabras de vida del Gran Maestro, pp. 124, 125).

Profetisas en Israel.
Miércoles 7

... Aarón y María habían ocupado una posición encumbrada en la dirección de los asuntos de Israel. Ambos tenían el don de profecía, y ambos había estado asociados divinamente con Moisés en el libramiento de los hebreos. "Envié delante de ti a Moisés, y a Aarón, y a María" (Miqueas 6:4), declaró el Señor por medio del profeta Miqueas. En temprana edad María había revelado su fuerza de carácter, cuando siendo niña vigiló a la orilla del Nilo el cesto en que estaba escondido el niño Moisés. Su dominio propio y su tacto habían contribuido a salvar la vida del libertador del pueblo. Ricamente dotada en cuanto a la poesía y la música, María había dirigido a las mujeres de Israel en los cantos de alabanza y las danzas en las playas del mar Rojo. Ocupaba el segundo puesto después de Moisés y Aarón en los afectos del pueblo y los honores otorgados por el Cielo (Patriarcas y profetas, p. 401).

Durante veinte años el pueblo se quejó bajo el yugo de los opresores. Entonces se volvió de su idolatría, y con humillación y arrepentimiento clamó al Señor por liberación. No imploró en vano. Vivía en Israel una mujer ilustre por su piedad, y el Señor la eligió para liberar a Israel. Su nombre era Débora. Se la conocía como profetisa; y, en ausencia de los magistrados corrientes, la gente recurría a ella en busca de consejo y justicia.

El Señor le comunicó su propósito de destruir a los enemigos de Israel, y le pidió que enviara a buscar a un hombre llamado Barac, de la tribu de Neftalí, y que le diera a conocer las instrucciones que había recibido. En consecuencia, lo mandó llamar y le indicó que reuniera diez mil hombres, de las tribus de Neftalí y Zabulón, y declarara la guerra a los ejércitos del rey Jabín.

Barac sabía que los hebreos estaban dispersos, abatidos y desarmados, así como conocía también la fuerza y la capacidad de sus enemigos. Si bien él había sido el único escogido y designado por el Señor mismo para librar a Israel, y había recibido la seguridad de que Dios lo acompañaría y de que vencería a sus enemigos, aún continuaba siendo tímido y desconfiado. Aceptó el mensaje de Débora como palabra de Dios, pero era poco lo que confiaba en Israel y temía que el pueblo no obedeciera su llamamiento. Sólo aceptó ocuparse de tan dudoso intento si Débora lo acompañaba para apoyar sus esfuerzos con su influencia y consejo...

Débora celebró el triunfo de Israel en un himno sublime y apasionado. En él, atribuyó toda la gloria de la liberación a Dios, y pidió a la gente que lo alabara por sus maravillosas obras. Alertó a los reyes y príncipes de las naciones vecinas a no buscar el mal de Israel, porque el Señor estaba con ellos. Declaró que el poder y el honor pertenecían a Dios y no a los hombres ni a los ídolos. En un encendido lenguaje recordó las maravillosas exhibiciones de la majestad y el poder divinos mostrados en el Sinaí, y cómo los había librado de la opresión de sus enemigos a pesar de su condición aparentemente desesperada (Signa of the Times, junio 16, 1881; parcialmente en, Recibiréis poder, p. 261).

... Israel casi había llegado al límite de la paciencia divina; pronto Dios se levantaría para castigar a quienes habían arrojado deshonra a su nombre. La ira de Dios ya estaba encendida contra el pueblo. Abrumado de dolor y desánimo, Josías rompió sus vestiduras y se inclinó ante Dios con agonía de espíritu, procurando el perdón por los pecados de una nación impenitente.

En ese tiempo, la profetisa Hulda vivía en Jerusalén, cerca del templo. La mente del rey, llena de angustiosos presagios, se volvió hacia ella, y decidió consultar al Señor mediante su mensajera elegida, para averiguar si había algún medio a su alcance para salvar al errante Judá, ahora al borde de la ruina.

La gravedad de la situación y el respeto que tenía por la profetisa, lo condujeron a elegir a los principales de su reino como sus mensajeros (Recibiréis poder, p. 270).

Por intermedio de Hulda el Señor avisó a Josías de que la ruina de Jerusalén no se podía evitar. Aun cuando el pueblo se humillase delante de Dios, no escaparía a su castigo. Sus sentidos habían estado amortiguados durante tanto tiempo por el mal hacer, que si el juicio no caía sobre ellos, no tardarían en volver a la misma conducta pecaminosa (Profetas y reyes, p. 294).

Profetas en el Nuevo Testamento.
Jueves 8

La vida y la misión de Juan habían concluido. Cristo dijo de él que había sido más que un profeta, y que entre los nacidos de mujer no había otro mayor que Juan el Bautista. Había sido ejecutado como un criminal, no porque era culpable de un crimen, sino porque con valor reprobaba el crimen. Su vida inmaculada, su piedad práctica, su virtud y justicia, condenaban las vidas deshonestas y pecaminosas tanto de judíos como de gentiles.

Vindicando a Juan el bautista, Cristo declaró: "Pero ¿qué salisteis a ver? ¿A un profeta? Sí, os digo, y más que profeta" (S. Mateo 11:9). Juan no solamente era un profeta para predecir los eventos futuros, sino que había sido elegido por Dios y dirigido por el Espíritu Santo desde su nacimiento para cumplir una obra de reforma en preparación para la llegada de Cristo. El profeta Juan era el vínculo entre las dos dispensaciones.

Por haberse alejado de Dios, la religión de los judíos consistía mayormente en ceremonias externas. Juan era una luz menor que habría de ser seguida por la Luz mayor. Su misión consistía en sacudir la confianza del pueblo en sus tradiciones, reprobar sus pecados y llamarlos al arrepentimiento para que pudieran estar preparados para recibir a Cristo. Por inspiración divina el profeta fue iluminado para eliminar las tinieblas y la superstición que habían sido enseñadas por generaciones, y removerlas de las mentes de los individuos honestos...

Aunque ninguno de los demás profetas tuvo una misión más elevada y una obra mayor que la de Juan, sin embargo no se le permitió ver el resultado de su trabajo. No tuvo el privilegio de acompañar a Cristo y ser testigo del divino poder que actuaba con la Luz mayor al sanar a los enfermos, al devolver la vista a los ciegos y el oír a los sordos. Tampoco tuvo la oportunidad de ver la gloria del Padre que brillaba en la persona y las palabras de su Hijo, ni de ver el despliegue de sabiduría y poder divinos en las inmensurables riquezas del conocimiento de Cristo.

Aquellos que tuvieron el privilegio de caminar con Cristo mientras estuvo entre los hombres; que pudieron escuchar sus enseñanzas mientras predicaba en el templo, en las calles, o a las multitudes junto al mar; que se sentaron con él a la mesa de los invitados y que lo vieron sanar, consolar o reprobar como lo requerían las circunstancias, todos ellos fueron más exaltados que Juan el Bautista (Review and Herald, abril 8, 1873).

Para Estudiar y Meditar.
Viernes 9 de enero.

Lee, en Patriarcas y profetas, “La prueba de la fe”, pp. 141-151; y “Moisés”, pp. 246-261.

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